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UN RETRATO, PIEZA A PIEZA

 

Título: Un retrato, pieza a pieza

Autor: Bonet, Juan Manuel

Publicación: Catálogo Exposición Pieza a Pieza

 

 

El artista-coleccionista, en su gabinete. Una estirpe moderna que a algunos nos interesa en grado sumo. Los creadores de entornos, pieza a pieza. Juntar dos objetos ya es —lo sabe cualquier niño— el inicio de una colección. Las casas de la vida: la de Mario Praz, obviamente, pero también la londinense de John Soane, la de Walter Benjamin con sus cuentos infantiles y su ángel tutelar de Paul Klee, la de Ramón Gómez de la Serna —el gran amigo español del objeto, el gran cazador del Rastro— con sus estamparios y su muñeca de cera, la de Kurt Schwitters con sus merzbau, la de André Breton que desgraciadamente se dispersará dentro de poco en pública subasta, la de Joseph Cornell en sus soledades de Utopía Parkway, la del nouveau réaliste y topógrafo del azar Daniel Spoerri, la de Georges Pérec —Un cabinet d’amateur—, la de Carmen Calvo…

 

Todas las casas que le he conocido al gran artista se esconde bajo la máscara “Dis Berlin”, admirador de la mayoría de los nombres que he enumerado en el párrafo precedente, han sido, en mayor o menor medida según el espacio disponible, casas de coleccionista compulsivo, gabinetes de curiosidades —Patrick Mauriès acaba de dedicar a estos lugares un libro al que todavía no me he asomado—, espacios donde se ha desplegado una inteligencia catalogadora, organizadora, tenaz articuladora de generación, esa misma inteligencia que además de a la propia obra, ha dado a origen a las colectivas El retorno del hijo pródigo, y a la editorial y a la galería El Caballo de Troya, hoy desaparecidas ambas. En más de una ocasión me he entregado a la topografía —por decirlo con el mencionado Spoerri— de tales lugares, buscando entender mejor a su morador, a través de sus colecciones, de su biblioteca. Casi todo lo que sabía entonces en torno a él, incluidas no pocas lecturas compartidas, lo volqué en el catálogo de la retrospectiva que en 1998 comisarió Salvador Albiñana para el IVAM, que la albergó en su hoy también desaparecido Centro del Carmen.

 

Un año después de aquel acontecimiento, a Dis Berlin le fue concedido, también en la ciudad del Turia, el galardón especial conmemorativo de los veinticinco años del Premio Bancaja. A la hora de encontrar un tema para una nueva exposición, a celebrar en las salas valencianas de esa entidad de ahorro, a propuesta del firmante de estas líneas se optó por El museo imaginario de Dis Berlin. Tanto la exposición, como su correspondiente catálogo estaban planteados en base al diálogo entre un conjunto de obras del artista, y otro de algunos de sus “faros”. De la amplitud de su mirada, de su curiosidad omnívora, que ya me llamaron la atención cuando lo conocí, allá por el comienzo de los ochenta, cuando todavía era un pintor —y poeta— balbuciente, nos habla la lista de lo que allá figuró. Entre otras muchas cosas, en las salas valencianas de Bancaja pudieron contemplarse uno de los más deslumbrantes lienzos argelinos de Albert Marquet; un retrato de André Derain como de Fayum; el Kupka monumental de la Thyssen, y de la misma procedencia, el misterioso nocturno neoyorquino de Georgia O’Keeffe; el número de Camera Work en que, entre dos siglos, Stieglitz condensa su mirada sobre Manhattan; 391 de Picabia; Hebdomeros de Giorgio de Chirico; obras de Arp, Moholy Nagy y Lindner, entre otros, pertenecientes a la colección del IVAM; un grabado de Man Ray; un fascinante paisaje tahitiano de Pierre Roy el nantés; una marina tardía y deslumbrante de Ozenfant el purista; dos pinturas ornamentalmente geométricas de César Domela; un enrevesado Maruja Mallo; la Torre Eiffel de Alfonso de Olivares; cuadros del vasco Ucelay, del gallego Lugrís y del canario Oramas; un mueble de Carlo Mollino…

 

Por decisión conjunta, en El museo imaginario de Dis Berlin no incluimos a los coetáneos y amigos españoles del artista, pues habrían dado para otra exposición. Es esa otra exposición, de alguna manera, esa exposición que explora otras salas de su museo imaginario, la que Dis Berlin nos propone ahora, en esta itinerante para el Instituto Cervantes, titulada Pieza a pieza, y en la que además de obras que son propiedad suya, ha incluido otras que están en algunas colecciones amigas, y muy especialmente en las del galerista Manolo Cuevas, del librero Manolo Gulliver, y del coleccionista Álvaro Villacieros. Una exposición planteada como museo imaginario y portátil, como gabinete, y como canto al pequeño formato. “Permite el pequeño formato —escribe Dis Berlin—, si el coleccionista los sabe colgar con acierto, convertir las paredes en una constelación de mundos”. Una exposición figurativa, pero gracias a la cual comprobamos una vez más lo nada estrecho, lo muy amplio que es en la España del año 2003 el concepto de figuración. Una exposición, por lo demás, comisariada por alguien al que también interesan, y mucho, determinados aspectos de la abstracción, y especialmente de la geométrica. Una exposición donde junto a pintores que figuraron en El retorno del hijo pródigo o en la programación de El Caballo de Troya, nos encontramos con fichajes más recientes, siendo especialmente destacables los que proceden de Utopía Parkway, la galería madrileña bautizada en homenaje a Cornell. Una exposición en la que, junto a los pintores, están algunos fotógrafos. Una exposición, por último, que es la siguiente importante de esta onda, después de la que en 2000 comisarió Enrique Andrés Ruiz, que se tituló, en homenaje al maravilloso poeta postsimbolista peruano José María Eguren, Canción de las figuras, y cuya primera escala fue en Madrid, en las salas de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

 

Cornell, mencionado dos veces ya a lo largo de las líneas precedentes, es uno de los artistas cuya devoción comparto con Dis Berlin. La primera vez que visité uno de los estudios de este último, y creo que los he conocido todos, era un cuarto de una casa de Aluche, donde también vivía Juan Correa, al que yo conocía por el flamencólogo Paco Almazán. Por aquel entonces las cajas que hacía Correa, eran ciertamente muy cornellianas. Su trabajo ha sido siempre un trabajo que lo lleva a plantear atmósferas como de relato medieval o chino, un trabajo que demuestra que lo literario es compatible con un gran empaque formal y pictoricista.

 

Italia ha sido un punto de referencia fundamental para la mayor parte de los pintores aquí agrupados. Recuerdo la emoción con que, en 1986, Dis Berlin volvió de un viaje allá, realizado en condiciones precarias —pero realizado, al fin y al cabo—, gracias a un premio-beca de la Muestra de Arte Joven; también la de libros que se trajo, en su mayoría sobre arte del novecento, del cual como es bien sabido cuesta trabajo encontrar material fuera de su país de orígen. Por diversas razones, él nunca ha optado hasta la fecha, sin embargo, a una plaza en nuestra Academia en Roma. Damián Flores, Marcelo Fuentes, María Gómez, Joël Mestre, Chema Peralta o Antonio Rojas, en cambio, sí han pasado por tan bello lugar, algo que nos ha permitido disfrutar, entre otras cosas, de las vedutas de Damián Flores —que una vez finalizada su estancia oficial, persistió algún tiempo, ya por libre, y entre cuyos retratos imaginarios hay uno de Morandi, y una de cuyas últimas individuales se titula Viaje al Veneto—, de las variaciones de Marcelo Fuentes sobre la arquitectura moderna de la capital italiana, de los homenajes morandianos de María Gómez, y de las obras en que Joël Mestre rinde homenaje al pintor, escritor y compositor Alberto Savinio, y a este último respecto me acuerdo de su contento cuando descubrió que se acababa de editar un CD con la pionera música del autor de Città, ascolto il tuo cuore y otros libros maravillosos.

 

Dos de los cuatro “romanos” a los que acabo de referirme, Marcelo Fuentes y Joël Mestre, son valencianos, y su trabajo figuró en mis colectivas Muelle de Levante (Club Diario Levante, Valencia, 1995), realizada en colaboración con Nicolás Sánchez Durá, y De la Valencia metafísica (Centro de Recursos Culturales de la Comunidad de Madrid, 2000), inscrita en un ciclo de Caja Madrid en torno a las distintas figuraciones hoy operantes en el mapa español. En el caso del segundo, natural de Castellón, y de madre francesa, su condición de valenciano no implica territorio alguno. El mora en un espacio irreal, con mucho de televisivo y digital, un espacio muy Ed Ruscha, de chalets funcionalistas a lo Richard Neutra, de mapas de ciudades imaginarias en las que de repente Giovanni Papini confluye con nuestro común amigo Juan Bonilla. A Marcelo Fuentes, en cambio, pese al episodio romano, o a sus incursiones en la Manga del Mar Menor o en Manhattan, siempre tendemos a identificarlo con su ciudad natal de Valencia. Por mi parte, le debo mucho: mi primera aproximación a una cierta Valencia entre thirties y forties, entre racionalista y expresionista. Inolvidables son sus visiones de la Finca Roja, de la Facultad de Farmacia, de ciertos chaflanes redondos. A partir de ahí, Juan Lagardera y yo mismo, fabulando, dimos con el sendero de lo que en 1998 sería la muestra del IVAM La ciudad moderna, una muestra histórica en torno a esa Valencia racionalista, que Marcelo Fuentes, como pudo comprobarse en una de sus salas, pinta, dibuja o graba, generalmente en pequeño formato, y más a lo Morandi que a lo Hopper.

 

La primera vez que oí hablar de Pedro Esteban, fue en boca de Dis Berlin, que de una de sus primeras incursiones a Valencia trajo algún ejemplo de su arte, y la firme impresión de estar ante una voz. Después he ido familiarizándose con las visiones suburbiales, arrabalescas, de este pintor que sabe extraer una muy especial poesía de esos territorios intermedios —el término creo que es de Bernard Plossu—, demóticos, y que tiene otro de sus polos de referencia en el Bierzo, un pintor del que recuerdo una espléndida individual en otra galería madrileña militantemente figurativa, también ya desaparecida, la que Flora Herranz tuvo en la calle Pelayo. Esa sensibilidad para lugares y atmósferas que a otros les dan igual, la comparte con el más crítico Xisco Mensua, y con Enric Balanzá, autor de entrañables crónicas cotidianas en gris, en las que tiene especial importancia, como en su propia vida, el mundo infantil.

 

Tanto Joël Mestre, como Pedro Esteban o Balanzá, por algún lado conectan con una cierta mirada pop, y hay que recordar en ese sentido lo muy pop que fue el arte valenciano de los años sesenta y setenta, la época de los equipos. Esa mirada se acentúa en Juan Cuéllar, que más atrás en el tiempo también mira hacia la herencia de Magritte. Teresa Tomás, escultora a la par que pintora, y Paco de la Torre, tentado a menudo por la abstracción, y reciente homenajeador de Góngora en la serie Soleás, en cambio, se buscan a sí mismos con insistencia ellos también en relecturas italianas, algo que los ha conducido a indagar en los clásicos de la metafísica y del realismo mágico —ver al respecto las cosas muy pertinentes que escribe Enrique Andrés Ruiz en el texto del catálogo de la exposición de la segunda Pión entra en el juego (Galería My Name’s Lolita Art, Madrid, 2001)—, y a apasionarse también por el futurismo.

 

Yéndonos algo más para el Sur, arribamos a Cartagena, la ciudad más metafísica de España, con sus muelles, sus cuarteles, su stazione termini… Ahí moran y laboran Ángel Mateo Charris, natural de la ciudad, y Gonzalo Sicre, gaditano de nacimiento. Tanto el uno como el otro han pintado mucho ese entorno y sus enigmas. También han recorrido, juntos, los paisajes de Edward Hopper. Sus propuestas, defendidas, como las de Mestre, Cuéllar, Paco de la Torre, Teresa Tomás y algunos más, por Ramón García Alcaraz desde sus galerías My Name’s Lolita Art de Valencia y Madrid, son de las más sólidas de cuantas coexisten hoy en nuestra escena. En el caso de Charris, ello pudo comprobarse en su retrospectiva en el desaparecido Centro del Carmen del IVAM, celebrada en 1999, y que tuvo a Gail Levin —la máxima especialista en Hopper— como comisaria. Fernando Huici, por su parte, escogió la mirada de Sicre sobre el hotel —sobre unos hoteles de Bruselas— para su individual de 2001 en el Espacio Uno del Reina Sofía.

 

Todavía más al Sur, está Tarifa, la villa gaditana donde nació Antonio Rojas. Formado en la vecindad de Guillermo Pérez Villalta y de Chema Cobo —dos pintores que le interesaron especialmente al Dis Berlin de los primeros años madrileños—, Rojas reside hoy en Madrid, y pertenece él también a la escudería de My Name’s Lolita Art. Geometría y mar confluyen en su pintura, poética donde las haya, y que contiene también mucha arquitectura.

 

Parecida conciencia de un territorio, y a la vez parecida voluntad de universalidad, operan en Pelayo Ortega, pintor que siempre ha subrayado él también los lazos que le unen a su lugar de residencia, Gijón: otro puerto, otra ciudad de provincias, otra atalaya desde la cual contemplar el mundo, como lo hicieron antes que él Evaristo Valle y Nicanor Piñole. Tanto cuando pintaba una provincia crepuscular y fosca, como cuando aclaró su mirada, su paleta y en definitiva su alma, Pelayo Ortega ha sido una voz central del nuevo discurso figurativo español. Marquet, Erik Satie, Torres García, Pessoa, Hergé y su genial Tintín —sobre el que también se interroga Concha Gómez-Acebo—, son algunos de sus faros, a los que ha rendido homenaje en cuadros cada vez más despojados y esenciales. A la misma vertiente norteña de la neo-metafísica, vertiente ante la que habría que recordar aquel verso tantas veces citado de Amós de Escalante, “Musa de Septentrión, melancolía”, pertenecen José Manuel Calzada —del que recordamos algunas enigmáticas visiones rurales de su Galicia natal, pero también algunos paisajes urbanos madrileños—, y los santanderinos José Luis Mazarío y Emilio González López, ambos defendidos por Siboney, galería santanderina ubicada en el fantástico edificio racionalista de mismo nombre, obra del arquitecto canario José Enrique Marrero Regalado, y donde también han expuesto Damián Flores, Pelayo Ortega o el propio Dis Berlin.

 

Sergio Sanz y Carlos García-Alix, asimismo presentes en la programación de Siboney, constituyen un dúo singular. Los dos tienen algo de muy modianesco, en su obsesión por los aspectos más morbosos de nuestra historia reciente, y concretamente por la guerra civil, que ambos han pintado asíduamente, algo bastante excepcional entre nosotros, si dejamos a un lado ciertas imágenes del pop político, como las del Equipo Realidad. De Sergio Sanz, una suerte de hermano espiritual de Bruno Schulz y otros centroeuropeos, brillan en la oscuridad sus retratos de Rafael Cansinos-Asséns —otra de sus obsesiones—, y sus ensueños eróticos. En cuanto a García-Alix, construye ficciones asimismo sombrías, en su mayoría ambientadas en el Madrid de los años 1936 a 1939.

 

Otro dúo madrileño singular, es el que componen Sara Quintero y Alberto Pina, descubiertos ambos por Utopía Parkway, al igual que Chema Peralta, otro fichaje reciente de Dis Berlin, o que Miguel Galano, a quien por mi parte me hubiera gustado ver en el ángulo septentrional de Pieza a pieza. Si Alberto Pina pinta bodegones, y calles desiertas de Madrid, Sara Quintero, de paleta cada vez más sombría, mira ella también del lado del arrabal, a la par que hacia el universo de los juguetes.

 

Siempre con un pie en la literatura —ha ilustrado inmejorablemente, para Círculo de Lectores, a Rabelais, o El mago de Oz—, Javier Pagola es un dibujante de talento, y uno de los artistas más inclasificables de cuantos comparecen aquí. Alguien que como Dis Berlin siempre ha insistido en el interés del pequeño formato, no podía no fijarse en este universo, que por lo demás aguanta muy bien el paso a un tamaño superior, como se demostró el verano pasado, cuando Pagola recibió el Premio de la Bienal de Albacete por un papel mucho mayor de los que ha sólido exponer hasta la fecha.

 

Si Bola Barrionuevo —figura de enlace con la generación y con la poética de Guillermo Pérez Villalta, en cuyo retrato generacional tiene su sitio—, Jaime Aledo —otra figura que nos conduce al mismo horizonte seventies—, la muy narrativa Belén Franco, Luis Marco —que antes de convertirse en un abstracto sutil hizo una figuración que conocemos mal, pero sobre cuyo valor ha insistido una y otra vez Dis Berlin—, Manolo Campoamor, Miluca Sanz —que después de haber sido una collagiste de talento ha sabido encarar su particular rappel à l’ordre— o la holandesa errante y soñadora Angie Kaak, moradora de un universo encantado, como de cuento, son nombres familiares para quien haya seguido las colectivas El retorno del hijo pródigo o la programación de galerías como El Caballo de Troya, la también desaparecida Columela o Arco Romano de Medinaceli, me llaman la atención aquí ciertos nombres que no habían aparecido antes en los mapas disberlinescos de la situación. La veterana Isabel Baquedano, defendida de siempre por Juan Antonio Aguirre o por su paisano Juan José Aquerreta —alguien que también podría haber estado en Pieza a pieza—, y más recientemente por Manolo Cuevas desde Estampa. Juan Carlos Savater, pintor secreto e intenso, autor de visiones románticas cargadas de tensión espiritual. Patricio Cabrera, que nos conduce a la Sevilla de Figura y de Pepe Espaliú. Juan Antonio Mañas y Brigitte Scenzi, defendidos con ahínco por Ignacio Gómez de Liaño y Fernando Huici, y para los cuales Giorgio de Chirico y el novecento siempre han constituido una referencia fundamental. Luis Mayo, de formación naturalista como Damián Flores, pero que reivindica la Escuela del Sur torresgarciesca, y del que recuerdo, en la Galería Estampa, unas notables visiones bonaerenses, que me intrigaron todavía más cuando me enteré de que al igual que el texto de su autor que las glosaba en el catálogo, eran fruto de un viaje inmóvil. Sofía Jack. Chema Peralta, de quien José María Parreño ha dicho que es “un Ray Bradbury metido a pintor, que hubiera paseado por los desmontes de la Escuela de Vallecas”, y que pinta diamantinos bodegones, con Sánchez Cotán en la memoria. Sara Huete y Carlos Díaz de Bustamante, cornellianos ambos ellos también, cada cual a su manera, y recuerdo en ese sentido, de la primera, ciertos collages sutiles e irónicos, y del segundo ciertas cajas de atmósfera densamente romántica, que vi hace unos años en Arte Santander, y su contribución, hace unos meses, a la colectiva del Jardín Botánico madrileño Jardines del alma.

 

Un único artista desaparecido, en Pieza a pieza: el argentino neo-yorquinizado Luis Frangella. Lo descubrimos en Buades, a donde al igual que el austriaco Ernst Caramelle llegó de la mano de Juan Navarro Baldeweg, su compañero del M.I.T. A todos —y muy especialmente a Quico Rivas y a Ángel González— nos fascinaron sus propuestas ilusionistas, y luego su giro expresionista, y sus vanitas. Algún día no lejano parece que se le dedicará al fin la retrospectiva que merece, y que fijará su perfil.

 

Junto a la pintura, la fotografía. Dis Berlin practica con pasión el fotomontaje, lo cual lo ha conducido a la biblioclastia, y a esa forma más leve de pecado para con el impreso que es la hemeroclastia. Sabe, sin embargo, de la rareza de algunos de los volúmenes fotográficos con los que le ha sido dado toparse en rastros y mercadillos, volúmenes que con buen criterio ha salvado de la tijera. Sabe, como Martin Parr, del interés de bucear en el universo de la postal, un terreno en el que uno aspira a competir, modestamente, con ellos. Y sabe, sobre todo, del interés del arte de la cámara, y de lo benéfico que ha sido para los pintores de los siglos XIX y XX, el contacto con sus colegas de ese ramo, y con el arte de la fotografía como tal. A él le han hecho algunos estupendos retratos, entre los que destaca el que firmó Alberto García-Alix. Aquí nos encontramos con una obra de este último. También con trabajos de Javier Campano, viajero-poeta cuyos sucesivos libros portugueses, casi inexistentes, me parecen absolutamente extraordinarios; de ese creador de enigmas objetuales que es Chema Madoz; del siempre sofisticado Jaime Gorospe, en cuyo proyecto confluyen el experimentalismo vanguardista, y un refinamiento bodegonístico a lo Irving Penn; de Luis Baylón, “peatón de Madrid” del cual el antes mencionado Bernard Plossu —muy admirador, por cierto, de nuestro pintor— siempre me habla con pasión; de Luis Asín; de Pedro Martínez Albornoz, viajero él también; de Ciuco Gutiérrez...

 

El propio Dis Berlin, por último. Su rostro multiforme podría haber merecido una vortografía de Alvin Langdon Coburn, el amigo de Stieglitz y luego de Ezra Pound. Esta exposición laberíntica, calidoscópica, que nos habla de la buena salud de una cierta figuración española, debe ser leída también como un retrato, pieza a pieza, de su urdidor, y de su mujer, la argentina Andrea Bloise, co-autora de la serie atribuida a los hermanos Rorschach que se vio al año siguiente en la Sala de Exposiciones de la Universidad de Valencia, y que ha dicho inmejorablemente su nostalgia del río de la Plata, en algunos de los cuadros que se vieron en su individual del año siguiente en el Club Diario Levante de la misma ciudad.