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De la valencia metafísica

 

Título: De la valencia metafísica

Autor: Bonet, Juan Manuel

Publicación: Catálogo de la exposición Figuraciones. De la Valencia metafísica

 

 

Nueve pintores valencianos. Nueve pintores figurativos —ése es el marco, propuesto por José Marín-Medina, en el que se inscribe esta muestra, la primera de un ciclo, que promete ser interesante, en torno a las “Figuraciones” españolas—, provenientes de una ciudad que a pesar de que cuenta también con muy importantes voces abstractas —especialmente en el ámbito de la escultura— y de que tampoco le es ajeno el universo del conceptualismo, ha sido uno de los principales escenarios del resurgir español de la figura.

 

Puestos a mirar hacia atrás, está claro que las nuevas voces figurativas valencianas no surgen de la nada. En la pintura que se ha hecho por esas latitudes a lo largo de las últimas décadas, junto a una corriente abstracta, de la que Manuel H. Mompó y Eusebio Sempere serían los pioneros, y Jordi Teixidor y José María Yturralde los principales herederos, ha existido una constante realista, que abarca desde Genaro Lahuerta y Pedro de Valencia, partícipes del debate europeo de los arios veinte y treinta, hasta las propuestas singulares de Rafael Ramírez Blanco, Rosa Torres, Sebastián Nicolau o Rafael Martí Quinto, pasando por las visiones suburbanas y ferroviarias de Juan Bautista Porcar, por el paisajismo de Francisco Lozano o Paco Sebastián, por ciertas figuraciones renovadoras de los cincuenta como las del primer Manolo Gil, y naturalmente por el pop art fuertemente crítico de los equipos Crónica y Realidad, que durante tanto tiempo polarizaron el debate.

 

A propósito del pop, hay que decir que algunos de los figurativos valencianos aquí reunidos deben bastante a esa corriente ya histórica, y tan importante para la vertebración de la escena valenciana, de mediados de los arios sesenta en adelante. El más veterano de los nueve, Manuel Sáez, ha sido incluido recientemente en la exposición que el crítico norteamericano William Jeffett, buen conocedor de la escena española contemporánea, ha dedicado a los ecos de aquella tendencia en nuestro país. Ciertamente, el modo que tiene el pintor castellonense de recurrir al comic, y a ciertas imágenes de la civilización de masas, permite esa lectura, aunque por mi parte dentro del propio arte norteamericano le encontraría más concomitancias con el estilo narrativo y a la vez pulcro de un Alex Katz, algo que está especialmente claro en sus recientes dibujos de mujeres, de un erotismo cool. También hay rasgos netamente pop en Juan Cuéllar, amigo de los ámbitos y objetos de uso cotidiano, que a veces se nos aparece como una suerte de Ed Ruscha más barroco. O en Santi Tena, que recurre a una iconografía en buena medida tomada del cine y del comic, que hace gala de un sentido del humor más bien macabro, y que no tiene reparos en mezclar a unas falleras con Tintín, con Supermán o con unos gansters. O en Ángel Mateo Charris, un pintor perteneciente a este mismo núcleo, aunque ubicado en su ciudad natal de Cartagena, y que en sus orígenes estaba estilísticamente cerca de un James Rosenquist. O en Joël Mestre, que emplea colores fosforescentes, ácidos, y que recurre a la señalética. No hay que olvidar, por lo demás, que la galería más activa en la defensa e ilustración de la línea neo-metafísica valenciana a la que hace referencia el título de esta colectiva, me refiero naturalmente a My Name’s Lolita Art, con sedes en Valencia y Madrid, es también la del Equipo Límite, cuyo mismo nombre indica bien a las claras su muy consciente inscripción en la herencia pop.

 

Más que esas concomitancias con el pop, con un pop, por lo demás, del todo despojado de la carga política que tenía en los sesenta, cuenta aquí, a la postre, esa voluntad neo-metafísica a la que acabo de hacer referencia. En España, el primer artista que insistió en la importancia de volver sobre aquella escuela, de la que supo aprender lecciones de trascendencia y de literatura, fue Dis Berlin, muy vinculado al ámbito valenciano por su amistad con Manuel Sáez, Charris, Marcelo Fuentes o Joël Mestre, por su presencia expositiva primero en Temple y luego en My Name’s Lolita Art, y por su residencia durante parte de los arios noventa en la localidad alicantina de Denia, y que recientemente ha visto reforzada esa vinculación gracias primero al Premio Bancaixa (1994), y luego a su retrospectiva del IVAM (1998). Cuando decidió organizar unas colectivas “de tendencia” a escala nacional, colectivas que tuvieron por escenario el festival murciano Contraparada (1991), y las galerías madrileñas Buades (1991) y Columela (1992), Dis Berlin buscó para ellas un título explícitamente chiriquiano, El retorno del hijo pródigo, reuniendo pintores como los mencionados Angel mateo Charris y Manuel Sáez, Andrea Bloise, José Manuel Calzada, Juan Correa, Antonio Doménech, Damián Flores, María Gómez, Angie Kaak, Pelayo Ortega o Antonio Rojas, entre otros. El principal denominador común de aquellas muestras era la pintura italiana de aquel ciclo. Los metafísicos, los Valori Plastici, los novecentistas, los partidarios del retour á l’ordre y el ritorno al mestiere, no sólo le han interesado a él, sino que también se han acercado a ellos, con provecho, todos los neo-figurativos valencianos, y muy especialmente Manuel Sáez, Marcelo Fuentes y Joël Mestre, que han sido, en distintas fechas becarios en nuestra Academia de Roma.

 

Lo más italianizante y neo-metafísico de Manuel Sáez pertenece a un periodo anterior de su producción, aquél en que dejó atrás sus inicios neo-expresionistas, para adentrarse en una región de mayor orden y sosiego. Marcelo Fuentes, tan próximo siempre al Giorgio Morandi paisajístico, y a Edward Hopper, ha incorporado a su obra una cierta Roma moderna, como antes había incorporado precisamente, el Nueva York hopperiano. Joël Mestre, por su parte, de resultas de su estancia en la capital italiana está hoy muy interesado por la figura del raro Alberto Savinio, el hermano de Giorgio de Chirico, del que ha tomado prestado algún motivo, y algún título, y que le fascina también en sus facetas de escritor y compositor. Aunque en su caso no debido a la experiencia romana, por la que todavía no ha pasado, también hay una gran dosis de italianismo novecentista en Paco de la Torre, que a veces presenta similitudes con Salvo, y que ha escrito sobre Lorenzo Bonechi. Algo parecido cabe decir de Pedro Esteban, que sabe detectar, en la gran urbe, o en sus alrededores, ciertas zonas de silencio, que traslada luego a sus lienzos, generalmente de pequeño formato. (Recordar algo que he señalado en otra ocasión: que el primero, en términos absolutos, en incorporar el “chiriquianismo” a su obra, no fue un pintor, sino un escultor, me refiero naturalmente al Miguel Navarro de las Ciudades).

 

A propósito de Pedro Esteban: tanto sus cuadros valencianos, como los que aluden a su provincia natal de León, permiten apreciar que se trata de un pintor para el cual la metafísica no está reñida con una mirada que podríamos calificar de “social”, y que comporta su buena dosis de ironía, algo especialmente patente en sus interiores con figuras. Algo parecido sucede en el caso de Enric Balanzá, que hace una crónica en gris, humilde, agridulce —a la postre, más dulce que agria—, de su entorno familiar, con especial insistencia en la vida de sus dos hijos, de corta edad, resultando muy sugerentes, por la extraña mezcla de narratividad y contemplación que en ellos reina, sus polípticos, que tienen algo de álbumes de fotografías.

 

De la propia ciudad de Valencia nos han hablado en algunas de sus obras Manuel Sáez, autor de nocturnos azules del centro, contemplados desde el ático donde reside, y especialmente felices; Pedro Esteban, que es profesor de Paisaje en Bellas Artes, y que siente predilección por zonas donde se entremezclan lo urbano, lo suburbano, y lo francamente rural; y sobre todo Marcelo Fuentes, morador de un ático del ensanche, y del que en 1998 pudieron verse una serie de lienzos y dibujos en el IVAM, en un apéndice a la muestra La ciudad moderna, centrada en las tentativas racionalistas que durante los arios veinte y treinta convirtieron la capital levantina en una urbe casi de vanguardia. La huerta y más recientemente la costa —recordemos su cuadro en azules y grises que ganó el Premio Bancaixa del año pasado— son los ámbitos elegidos por Calo Carratalá, natural de Torrent, siempre amigo de los territorios intermedios, poblados de huellas de la modernidad —en otra ocasión he mencionado a propósito de sus paisajes los del alemán Peter Angermann—, y que en sus últimos cuadros, expuestos esta misma primavera en el Club Diario Levante, ha ido a fijarse en otro territorio fronterizo y extraño: los cerros que rodean el aeropuerto madrileño de Barajas. Juan Cuéllar, por su parte, amigo de hoteles, moteles, gasolineras y supermercados impersonales, ha aludido, en la cubierta y en el interior de uno de sus catálogos recientes —el de su individual de 1997 en la Galería Edgar Neville de Alfafar, titulada El refugio del viajero— a los letreros thirties de los refugios valencianos de la guerra civil Inspirándose en el mundo en torno, Balanzá pinta una ciudad y un campo menos concretos, más universales. En cuanto a Santi Tena, ya me he referido a la presencia, en alguno de sus cuadros, alusiones al universo de las Fallas.

 

Generalmente más abstractos, entre otras cosas debido a la seducción que sobre ellos ejercen la geometría y la arquitectura, Joël Mestre y Paco de la Torre definen, en sus respectivas obras, espacios raros, que producen vértigo y desasosiego, para concebir los cuales tienen muy en cuenta la arquitectura del movimiento moderno —Mestre pinta en ocasiones chalets que se parecen a los de Richard Neutra—, y también cierta poética de la decoración y el mobiliario fifties. Abstracción, universalismo, no-lugares: la exposición que Paco de la Torre presentó en 1997 en el Club Diario Levante se titulaba Metáforas de la nada.

 

La primera revisión de esta pujante línea —que no “escuela”— neo-metafísica valenciana, fue la itinerante Muelle de Levante (1994), comisariada por Nicolás Sánchez Durá y el firmante de estas líneas a instancias de Juan Lagardera. El Círculo de Bellas Artes madrileño fue una de las etapas de la muestra, en la que estuvieron presentes siete de los nueve nombres ahora seleccionados, Enric Balanzá, Calo Carratalá, Juan Cuéllar, Marcelo Fuentes, Joël Mestre, Manuel Sáez y Paco de la Torre, junto a otros trece: los valencianos Fernando Cordón, Antonio Doménech, Carlos Foradada, José Vicente Martín, Joan Sebastián y Aurelia Villalba, los cartageneros Angel Mateo Charris y Gonzalo Sicre, el gaditano Antonio Rojas, el mallorquín Angel Sanmartín, el catalán Oriol Vilapuig, y el propio Dis Berlin y su mujer, la argentina Andrea Bloise. Posteriormente, en 1998, David Pérez ha incluido a cuatro de estos pintores —Enric Balanzá, Fernando Cordón, Paco de la Torre y Aurelia Villalba— en el ciclo de itinerantes por la Comunidad Valenciana Visiones sin centro.

 

María Alvarez, Víctor Bastida, Carolina Ferrer, Antonio Gadea, Teresa Marín, Xisco Mensua o Roberto Mollá: la lista de pintores valencianos en la línea que plantea la presente exposición es cada vez más larga, y cada nueva temporada trae nuevas e interesantes incorporaciones a la misma, algo que puede comprobarse siguiendo la programación de la mencionada galería My Name’s Lolita Art, pero también de la veterana Val i 30, de La Nave, o del Club Diario Levante, espacio este último donde han podido contemplarse, además de la mencionada itinerante del Muelle, individuales de casi todos los implicados en la aventura que se trata de evocar aquí. Me hubiera gustado haber podido incluir más pintores en esta panorámica DE LA VALENCIA METAFÍSICA, pero las dimensiones relativamente reducidas de la sala de la Comunidad de Madrid, me han determinado a ceñirme al número nueve. Son —a mi modo de ver— todos los que están, pero evidentemente no están todos los que son.

 

Valencia-Madrid: a lo largo de estos últimos tiempos, estas dos ciudades han sido los dos principales escenarios del retorno español a la figura, retorno que ha dado ya, a la vista está ahora en el caso valenciano, frutos sabrosos, individualidades poderosas, pintores con los que habrá que contar el futuro, y que como no podía ser de otro modo, al mismo tiempo que suscita adhesiones entre los críticos e historiadores sin anteojeras, provoca la reacción de aquellos sectores más dogmática y conservadoramente vanguardistas de la crítica, el comisariado y la museografía, esos mismos sectores que a nivel internacional aullaron cuando Venecia cometió la osadía sin nombre de encomendarle a Jean Clair una de sus Bienales, esos mismos sectores que se sonríen si se les dice que Bonnard, Marquet o Filippo de Pisis forman también parte de la historia del arte del siglo XX o que Luis Fernández o Juan Manuel Díaz Caneja son españoles grandes, esos mismos sectores que siguen ninguneando, aquí y ahora, a Ramón Gaya, a Juan José Aquerreta o a Juan Antonio Aguirre, esos mismos sectores, en definitiva, que cuando oyen la palabra “figuración”, se escandalizan tanto como en 1920 los sectores más dogmáticos y conservadoramente figurativos se escandalizaban ante un cuadro negro, o ante una acuarela gestual, o ante un collage de fragmentos de viejos semanarios ilustrados.