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Notas para un diario de “Muelle de Levante”

 

Título: Notas para un diario de “Muelle de Levante”

Autor: Bonet, Juan Manuel

Publicación: Catálogo Exposición Muelle de Levante

 

 

Quince años después de 1980, uno no está para demasiadas alegrías «de tendencia», ni para demasiadas operaciones promocionales, ni, la verdad sea dicha, para actividad grupuscular alguna. Las colectivas que entonces organizamos unos cuantos críticos, y que fueron, me parece, bastante necesarias para la oxigenación y rearticulación de nuestra escena, las pudimos organizar porque teníamos veintipocos años, una enorme fe en las posibilidades de la pintura, sentido de la amistad “y una sed de ilusiones infinitas”.

 

Quince años después, bastantes cosas han cambiado. Lo principal, para el tema que nos ocupa, es que uno sabe ya que organizar una colectiva no es un acto tan trascendente, que no tiene por qué implicar el cargarse todo el resto de la escena, que puede ser compatible con el apoyo a manifestaciones, colectivas o individuales, de signo muy distinto.

 

Muelle de Levante, cuyo comisariado hemos compartido el filósofo y ex galerista Nicolás Sánchez Durá y yo mismo, me parece, en ese sentido, una colectiva reveladora de cómo ambos enfocamos hoy estas cuestiones. Reúne la obra de veinte pintores, oriundos de la región levantina y zonas adyacentes, o que en ellas trabajan. Veinte pintores, algunos muy jóvenes y otros con bastantes horas de vuelo ya, que a ambos nos interesan, que en algunos casos habíamos incorporado, cada uno por nuestra cuenta, a otros proyectos expositivos—algunos estuvieron, por ejemplo, en Sueños geométricos y estarán en La forma de una ciudad, mientras otros participaron en Papiers collés o en Sin coartada—. Veinte pintores, más de uno de los cuales ha sido enseñado por Juan Lagardera en el Club Diario Levante, y que nos parece que conviven inmejorablemente en un mismo espacio. Veinte pintores que —valga la redundancia—pintan, que lo hacen en términos figurativos, que comparten un gran interés por la tradición metafísica—que algunos concilian con unas raíces pop, aunque sin las connotaciones políticas que en tiempos tuvo el pop por la zona aludida—, y que componen una muestra que ambos, sin que previamente nos hubiéramos puesto de acuerdo en términos digamos «teóricos», percibimos que debía ser una muestra en la que a la vez que en lo literario, en la narración, en las reminiscencias, en la ironía, tenía sentido insistir sobre lo que esta pintura tiene de puramente pictórica, de concentrada, hasta si se quiere de silenciosa.

 

Muelle de Levante: el título, encontrado en el puerto de Valencia, ciudad a la que están vinculados por razones de nacimiento, residencia, estudios o actividad expositiva la práctica totalidad de los expositores, creo que les hubiera gustado a Max Aub, a Juan Chabás—también barajamos, como alternativa, el de su novela de 1928 Puerto de sombra, del que ya me había apropiado, hace unos años, para hablar de Antonio Rojas—, a Genaro Lahuerta, a Juan Lacomba el poeta, al primer Pascual Pla y Beltrán o al primer Rafael Duyos, a Juan Bonafé, a Antonio Oliver o al propio Miguel Hernández. En aquella época, los poetas y los pintores se encontraban más hermanados que ahora, y la reivindicación levantina se había puesto tan a la orden del día que frecuentemente las revistas o los libros que por allá se publicaban llevaban en su pie de imprenta no una indicación de ciudad concreta, sino esas otras más genéricas: «Levante» o «Levante de España».

 

Si a la hora de hablar, en nuestro país, del rebrotar del interés por la pintura metafísica, a la fuerza hay que empezar refiriéndose a Miquel Navarro, el más importante escultor valenciano contemporáneo, autor de inolvidables Ciudades y reivindicador de tantas arquitecturas y escenarios de su tierra, en el terreno de la pintura está claro que el primero que empezó a caminar, muy a comienzos de los ochenta, por el muelle chiriquiano que la presente exposición evoca, fue Dis Berlín, el Dis Berlín madrileño de la época azul, el Dis Berlín lector de Barnabaolh, el Dis Berlín que vuelve en tren desde Italia con el estómago casi vacío pero con las maletas cargadas de libros sobre Carrá y sobre Sironi y sobre Filippo de Pisis, el Dis Berlín que acepta el reto de medirse con los Cantos poundianos—aquí mismo, uno de los cuadros que lo representan es el muy simbolista Cantos: Fe (1989), una de las obras clave de aquella serie y una de las obras maestras de su autor—. El Dis Berlín que funda la editorial y la galería El Caballo de Troya y que organiza las colectivas El retorno del hijo prodigo (en Buades y en Contraparada de Murcia en 1991, y en Columela en 1992), predecesoras directísimas de esta que ahora proponemos.

 

Afincado en Denia, la villa natal del mencionado Juan Chabás, y en un chalet próximo al mar, ubicado en el Caminal de la Ermita, Dis Berlín navega hoy por otras aguas, en compañía de la argentina Andrea Bloise, con la que a lo largo de los últimos meses ha estado pintando una sorprendente historia de monos, que pronto será mostrada en la Sala de la Universidad de Valencia. En nuestra colectiva, ella figura con dos buenos ejemplos de su arte, que ya en Buenos Aires, la ciudad de Borges y de Xul Solar, poseía una sonoridad poética y espiritual tan especial, y al que le va muy bien el ámbito del pequeño formato, del «pequeño mundo» kleeiano. Un arte de enigmas, de edificios que parecen máquinas, de ensoñación y de delirio controlados, de colores tan dulces como inquietantes.

 

Manuel Sáez, Antonio Domenech y Antonio Rojas fueron tres de los artistas elegidos por Dis Berlín para la primera colectiva El retorno del hijo prodigo.

 

El castellonense Manuel Sáez, en el cual se fijó tempranamente José Carlos Llop —hace unos días volví a ver el cartón de grandes dimensiones del pintor, en rojos aplicados con una pincelada todavía no plenamente desgajada del expresionismo, que el autor de Pasaporte diplomático tiene colgado en el salón de su casa japonesa palmesana—, es un artista de una pulcritud extrema. En su estudio, en lo más alto de un edificio del centro de Valencia desde el que se domina un paisaje urbano tan caótico como atractivo, y que también nos imaginaríamos pintado por Marcelo Fuentes—del que más adelante hablaré—, reina un orden perfecto, el mismo que impera en sus cuadros, en sus horarios, en su atuendo y hasta en su economía. Estamos, en efecto, ante un adepto, por decirlo con un término caro a los críticos de cómic, de la línea clara—en algunos cuadros de los ochenta ha homenajeado explícitamente a Hergé—, y ante un miembro de la familia de los meticulosos, en la que se codea con Félix Vallotton y con Carlos Alcolea, con Alex Katz y con Salvo. En sus últimos cuadros, que encuentro tan extraordinarios corno lo fueron en su día los bodegones, la gran protagonista es la propia ciudad, sus torres y sus luces en una noche geométrica e inmaculadamente azul.

 

A Antonio Domenech, natural de Villanueva de Castellón, lo conocí en Valencia, su ciudad de residencia, hace ya bastantes años, y por Manuel Sáez, del que es vecino y con el que coincidió en Temple. Sus últimas exposiciones, de carácter más abstracto y hermético, y que nos conducen casi al terreno de la invisibilidad nos devuelve el placer de la imagen, pero a la vez nos pone trabas para su lectura e interpretación», ha escrito a su propósito Victoria Combalía, mientras yo he citado, ante sus Contes per une jeune fille, a Ad Reinhardt—, permiten considerarlo como relativamente apartado hoy de sus antiguos compañeros de grupo. Nos ha parecido, en cualquier caso, oportuno volver sobre la obra anterior de este pintor sutil, una obra en grises y en ocres, en neblinas simbolistas, en voz baja, donde se dan la mano el neoplasticismo y la figuración, los anuncios de las viejas revistas—Doune chaque jour les dernieres infonuations (1988 – y una reflexión verdaderamente original sobre el color. Domenech, excelente grafista, es por lo demás quien le ha dado forma al presente catálogo, como antes lo hizo con muchos de la Sala de la Universidad de Valencia.

 

Con el tarifeño Antonio Rojas llegamos a una zona muy peculiar, la del Estrecho, la de ese Campo de Gibraltar eminentemente cosmopolita al que he vuelto a asomarme hace poco, y donde me encantó comprobar que se edita un diario con la siguiente cabecera: Europa Sur. Si hay muchos pintores que nos da bastante igual saber de dónde son, éste no es el caso de Rojas. Haya vivido donde haya vivido, y hoy vuelve a hacerlo en el Madrid post–Ventas, que en alguna ocasión le ha inspirado, Rojas siempre ha llevado consigo un paisaje mental, hecho de Europa Sur, de muelles, de calles flanqueadas de hangares industriales, de faros en la noche: toda una escenografía que sobrecoge al visitante de aquella comarca gaditana pródiga en pintores. Tarifa juega un papel ciertamente fundamental aquí, en esta pintura de memoria, que tiene mucho, por decirlo con un título ya mencionado, de sueños geométricos; en esta pintura tan rigurosa como sensible, detrás de la cual se advierte un conocimiento profundo del oficio, una concentración que nos habla de la capacidad poética de quien la protagoniza, una gran sensibilidad para el color a la que no es ajena la reflexión sobre los pintores norteamericanos de lo sublime, y una querencia italiana que no ha hecho sino reforzarse tras su estancia, durante el curso 1993-94, en la Academia Española de Roma, lugar donde le precedieron, por cierto, los dos «hijos pródigos» valencianos anteriormente mencionados y su ex compañera de grupo María Gómez.

 

En un viaje ideal, por mar, entre Valencia y Tarifa, Cartagena, a mi modo de ver una de las ciudades más metafísicas de España, constituye una escala recomendable. En ella trabajan dos de los pintores convocados a este Muelle: Ángel Mateo Charris, que allá nació, y Gonzalo Sicre, natural de Cádiz.

 

En 1992 Charris, valenciano de adopción durante sus años de estudiante, y que fue incluido por Dis Berlín en la tercera y de momento última colectiva de «hijos pródigo, dedicó una exposición entera a su amada República de Cartagena, exposición cuyo fantástico catálogo semejaba un álbum de cromos—venían aparte, en sobre cerrado, y había que pegarlos—de National Geographic. Viajero inmóvil, y escritor de breves fragmentos en prosa que denotan a un escritor, con anterioridad nos había guiado, y en Madrid se pudo comprobar en dos ocasiones (la última en 1993, y en El Caballo de Troya), por distintas regiones de lo que en el catálogo de la primera de esas dos muestran llamé «Charrilandia»: un Oeste poblado de ruinas de la cultura de masas norteamericana, vistas de carretera y de motel igualmente USA —ver algunos de los cuadros reproducidos en el catálogo de su individual El siglo de las sombras, celebrada en 1993 en el Club Diario Levante—, playas lívidas entre surreales y neorrománticas... Pop —pero no por el lado Crónica, sino por el lado Rosenquist o Ruscha—de formación, luego tentado por una figuración más naturalista a la que siempre le encuentra un cierto punto perverso, al afirmarse como pintor de lo más cercano, y de cuadros aparentemente «normales», Charris subrayaba algo que saben muy bien todos los metafísicos: que la propia ciudad puede ser mirada a veces como una ciudad extranjera, que los enigmas pueden latir bajo las apariencias más tranquilas, y que, por decirlo como Éluard, «hay otros mundos, pero están en éste». A ambos su recientísimo Esperando a Malevich, cuadro de una blancura, de una exactitud y de un misterio sencillamente prodigiosos, y que descubrimos en My Name’s Lolita, nos provocó un flechazo, nos pareció una de sus obras maestras y una pieza que no podía faltar en esta exposición.

 

Gonzalo Sicre, raro radical donde los haya, y que cuenta ya en su haber con cuadros tan impactantes como Líneas aereomontañosas o como Confidencial, celebró hace poco en Cartagena una exposición titulada El año del eclipse, cuyo catálogo diseñó Charris, del que es muy amigo, y en la que junto a cuadros que son testimonio, ellos también, de un viaje mental figuraron otros que abundan en la metafísica cartagenera—sobre la que dejo apuntadas algunas cosas en mi contribución al mencionado catalogo y, en términos más generales, levantina. La pintura de Sicre, que juega a ser naturalista, revela familiaridad con ciertas figuraciones norteamericanas y soviéticas, y me parece la más desasosegante, melancólica y turbadora de cuantas coexisten en este Muelle.

 

El lanzamiento tanto de Charris como de Sicre ha sido obra de la mencionada galería donde nos deslumbró Esperando a Malevich del primero, galería cuyo propietario, el historiador del arte Ramón García, es él también cartagenero. De todas las salas valencianas, ésta es sin duda la que más ha hecho en los últimos años —inició la marcha la desaparecida Temple— por la línea pictórica aquí mostrada.

 

Otro pintor que contempla su ciudad natal como si fuera una ciudad extranjera es Marcelo Fuentes, cuyo talento fue intuido hace ya bastantes años por Dis Berlin, que incorporó de inmediato cuadros suyos a su colección particular. Hay muchas Valencias posibles, porque siempre hay muchas ciudades en cada ciudad. La Valencia de Marcelo Fuentes me ha interesado tanto desde que vi su individual, con catálogo prologado por Vicente Jarque, en la Sala de la Universidad, que en mis últimos viajes he empezado a ver buena parte de sus calles y plazas, como un cuadro suyo, o como uno de esos dibujos que sorprendieron a propios y extraños cuando los expuso en el Café Malvarrosa. Cuando llegamos a ver una ciudad —en términos más generales, una realidad— con los ojos de un pintor, es que éste ha logrado decir inmejorablemente esa ciudad, esa realidad. Esa Valencia entre los años treinta y los cuarenta que él pinta, que brilla en la luz y que está poblada por sombras, pero de la que la figura humana está ausente, es una ciudad entre hopperiana y morandiana, y ciertamente él siente auténtica devoción por el norteamericano y por el boloñés, siendo especialmente palpable la huella de este último en sus puntas secas. La que construye en su estudio del ensanche es una ciudad de época incierta, un escenario para una novela en la que —pero ¿quién podría escribirla?— hubiera un personaje inspirado en Genaro Lahuerta, y otro en Pla y Beltrán, y un tercero en alguno de los arquitectos racionalistas que proyectaban, a caballo entre dos décadas, las casas que pinta Marcelo Fuentes. Y en la que un periodista de la nueva situación, un sabueso del viejo Levante, pongamos por caso, o un detective privado que tuviera su despacho en el pasaje Ripalda, o alguien de paso, que hubiera llegado en el expreso de Madrid y se alojara en el hotel Londres, investigaran, pongamos por caso, las andanzas de una poetisa ultraísta y libertaria.

 

(Escrito lo anterior, me parece necesario precisar que lejos de esa lectura novelesca que sugiero, tal vez demasiado personal, pero para eso estamos los críticos, para ser o intentar ser más o menos personales, entiendo perfectamente que haya espectadores que vean la pintura de Marcelo Fuentes más a primer nivel: como excelente pintura silente y concentrada de temática urbana, como excelente pintura a secas, en términos puramente plásticos. Demostración palmaria, para quien la necesite, de que una pintura puede ser literaria, sin dejar de ser no ya pintura, sino pintura–pintura, si entendemos esto último, por supuesto, sin la connotación concreta que el término poseía en los setenta. El mismo razonamiento valdría en fotografía: una instantánea de Bernard Plossu invita a la divagación literaria, y a la vez nadie puede negar que se trata de fotografía en estado puro.)

 

Calo Carratalá, natural de la localidad valenciana de Torrent, nos llamó la atención, por separado, a ambos comisarios en el último Arco, donde lo presentaba, junto a varios pintores más de su generación, la veterana galería valenciana Val i 30. De todos los convocados aquí es el que más se acerca al naturalismo. Las fronteras entre éste y la neometafísica se encuentran hoy muy difuminadas, como lo prueban, además de éste, tanto el trabajo de pintores corno Damián Flores —presente en el último Hijo pródigo— o Francisco Menéndez Morán, como aquí mismo el de Charris, Sicre, Joan Sebastián o Aurelia Villalba. En el caso de Calo Carratalá resultan sorprendentes tanto el clima que reina en sus cuadros, donde un mundo tradicional mente rural coexiste, como en Peter Angermann, con la moderna tecnología, como su– factura y su cromatismo, que desde luego absolutamente nada tiene que ver con la del alemán, ya que son una factura extremadamente pulcra y matizada —se trata dé un sutil dibujante—, y un cromatismo apagado. (Al igual que sucede en el caso Angermann, Calo Carratalá, que en 1992 fue copista en el Museo del Prado, viene de regiones vanguardistas. Su segunda individual, celebrada en 1986 en la galería Postpos de Valencia, se titulaba Ventanas–Vídeo Arte.)

 

También se apoya en el realismo, pero en un realismo de recursos deliberadamente humildes, la mirada tierna y en grises casi fotográficos de Enric Balanzá— que llevaba exponiendo desde 1979 y que en 1994 ha sido presentado por el Club Diario Levante, con catálogo diseñado por Antoni Domenech—, sobre el mundo en torno. Balanzá nos habla de los misterios de una ciudad moderna, del 600, de los objetos más cotidianos —con especial insistencia en el mundo de los juguetes—, de las personas y el entorno de su vida familiar, que transcurre en una casa cuyas ventanas dan al río y a la fascinante estación, recientemente recuperada, de los tranvías que conducen, precisamente, al puerto.

 

Fernando Cordón y Paco de la Torre, nacidos en Logroño y en Almería, respectivamente, se conocieron en las aulas de San Carlos y han celebrado algunas muestras conjuntas en las que casi se les podía haber tomado por uno de esos equipos que tanto abundan en Valencia. Junto con sus respectivas novias, las escultoras Silvia Sempere y Teresa Tomás, y al fotógrafo, muy teatral, Alfonso Herráiz, este último habitante de una región estética bien distinta, armaron cierto ruido con varias exposiciones de grupo (en 1992 Entre ajo y zafiro en el Club Diario Levante, en 1993 Cabezas llenas de insectos en el Círculo de Bellas Artes madrileño, en 1994 la itinerante 6 mercaderes en sábado), acompañadas de catálogos que encuentro bastante laberínticos y confusos, tanto de concepto como de diseño —manejado éste como pura hojarasca—, y que en contra de lo que en el último afirma Carlos D. Marco, su comisario, no parecen colocar esas exposiciones «bajo el signo de la coherencia». En el caso de Paco de la Torre y de Fernando Cordón estamos ante pintores a los que creo que tanto ruido ha perjudicado un poco y a los que está sentando bien la dieta del silencio, de concentración en la pintura, a la que, después de haber vivido el comienzo de los noventa como auténticos hommes pressés, se están sometiendo últimamente. Paco de la Torre, para mi una de las mejores revelaciones de Arco 94, ha comparecido con posterioridad en El Caballo de Troya. Hay en su obra ecos de Salvo y aspectos exóticos que casi nos llevan del lado de Tarsila, la misteriosa brasileña, sin que falten tampoco lo que en un cuadro de 1993 llamó La seducción geómetra, ni una reflexión sobre la figura humana en sociedad, sin la cual no entenderíamos que le haya sido puesto a su última individual, celebrada en My Name’s Lolita, el título eliotiano El hombre vacío. Fernando Cordón, por su parte, ha dado pruebas en más de una ocasión, y vuelve a darlas en este caso, de la atracción que sobre él ejerce ese ámbito privilegiadamente metafísico que es el puerto; en algunos momentos se revela como onírico en un sentido casi más surrealista y magrittiano que chiriquiano. Pero también es onírico, a menudo, su compañero de aventuras cuando pinta, en La sinécdoque de los sentidos (1993), una mano de tamaño gigante que emerge de la arena, un ojo sobre una pared de madera, y dos personajes tan inmóviles como en su día lo fueron algunos de Manuel Sáez. Los títulos de ambos son deliberadamente literarios, y entre ellos destacan dos que suenan a programáticos: Campos magnéticos —obvia referencia bretoniana— de Fernando Cordón y El espía mental de Paco de la Torre.

 

José Vicente Martín, melillense afincado en Valencia, donde estudió, y revelado al público nacional por la Muestra de Arte Joven de 1993, año en que se celebró en el Club Diario Levante una individual titulada Bien vale la buida, ha figurado en un par de colectivas madrileñas recientes cuyo sentido tampoco he terminado de en tender: Pintores esquematistas, celebrada en Detursa, y donde con disparatadas pretensiones de grupo y de «exposición divertida» (!) se mezclaban, en la mayor de las confusiones, tres valencianos—estaban también el mencionado Femando Cordón y Juan Cuellar—y cuatro andaluces de vario pelaje y muy diversa calidad, y Los visitantes, celebrada en Buades-Quintana, y que aunque se centraba en la escena de la capital levantina, cerca de la cual —en el Ayuntamiento de Torrent, editor de su catálogo— se vio luego, tampoco resultó demasiado esclarecedora. La obra de José Vicente Martín, que en un primer momento no pocos espectadores encuentran un poco ilustrativa, porque efectivamente hay en ella una asimilación del idioma del cómic, siempre por el lado de la línea clara, resulta, contemplada con calma, honda y fascinante, un poco al modo de la de Milan Kunc. Horacio Fernández, en el prólogo de Bien vale la huida, la consideraba puesta bajo la advocación de «san René Magritte y san Henri Rousseau», y recordaba el hecho, que casi parece apócrifo, de que en su día su autor fundara, junto con un amigo, la LPCH, Liga Pro Calidad Humana. En ella reina una atmósfera encantada, en especial en sus panorámicas con figuras diminutas —a menudo, de operarios—, entre las que destaca Vistas al puerto, donde se contunden la realidad y su representación. Uno de los mejores cuadros que hasta la fecha ha pintado José Vicente Martín es Lectura portátil, donde vemos a un personaje navegando por el aire en un globo aerostático cuya cabina está ocupada por libros, que va tirando por la borda para elevarse: un cuadro que podría perfectamente utilizarse para una eventual antología de poetas, españoles o no españoles, del viaje, de la errancia, de las travesías, de la escala... Lector, José Vicente Martín lo es —tanto de la literatura, como de la teoría del arte, y tal y como puede comprobarse echando un vistazo a su biblioteca— en mayor medida de lo que suele ser habitual entre nuestros pintores.

 

De Joël Mestre, otro castellonense educado artísticamente a orillas del Turia, sé bastante poco. Me lo presentó hace unas semanas su galerista, que también es Ramón García, pero todavía no he tenido ocasión de visitar su estudio. Sus cuadros, en cualquier caso, que he ido conociendo en orden disperso, de uno en uno, al azar de los varios certámenes importantes en que han figurado, son sentimentales y a la vez fríos, ya que bañan en una luz de estirpe pop, entre gris y venenosamente verdosa, entre televisiva y de pantalla de ordenador. Estoy seguro de que también a él le interesan los italianos de los veinte, pero su pintura más que en el pasado parece tener siempre un pie en el futuro, un futuro que se le antoja bastante inquietante, poblado de objetos de uso cotidiano agigantados, de máquinas y de seres extraños, de destellos y de sombras, de números digitales. De todos los artistas del Muelle es sin duda el más extraterritorial, quiero decir, aquel al que más difícil resulta relacionar con el medio en el que trabaja.

 

Ángel Sanmartín, mallorquín con una trayectoria dilatada —pero principalmente ceñida a su isla natal, y por lo tanto relativamente secreta todavía— a sus espaldas, y cuya primera individual madrileña, celebrada hace unos meses en la galería Bennassar, y que tenía buena pinta, me perdí, es exactamente lo que entiendo hoy, por supuesto en positivo —lo he explicado en alguna ocasión a propósito de Pelayo Ortega, junto con Xesús Vázquez la principal figura de otro muelle, el norteño—, como un pintor literario. Sus imágenes, que podrían ser perfectos puntos dé partida para relatos modianescos sobre espías, sobre simuladores y, de un modo más general, sobre personajes con varias identidades, están lejos de la retórica barcelónica a la que se entregan tantos de sus paisanos y poseen un cierto aire de familia con las de ese gran pintor a trasmano —por culpa de los comisarios de exposiciones á la page— que es el norteamericano Kitaj, el teórico del “diasporismo” centroeuropeo.

 

Oriol Vilapuig, que trabaja en su Sabadell natal, acaba de celebrar, en la Sala de Exposiciones de la Universidad de Valencia, y precisamente por iniciativa de Salvador Albiñana y de Sánchez Durá, que prologan su catálogo, una individual titulada de nuevo la literatura, y no hay que olvidar que en el mismo volumen hay una breve prosa del propio autor—Conte d’hivern. En 1993 publicó, en tirada limitada a 500 ejemplares, firmados y numerados, el libro Dionysos o de natura d’amor. Su universo es el de un romántico, entre William Blake y Fusli, entre Friedrich y Goethe, el de alguien que se aparta completamente del siglo en que vive, que, en una casa solitaria en medio de un paisaje novado y junto a la cual se alza un árbol con grajos, se concentra en un proyecto otro, al modo en que puede hacerlo su paisano Ramiro Hernández Saus, un pintor al que le había yo perdido un poco la pista, y que a tenor de lo que acaba de mostrar en el último Salón de los 16 pienso que hubiera tenido sentido—mas era ya demasiado tarde—incorporar a Muelle de Levante.

 

Carlos Foradada —del que se han visto cuadros interesantes en los sucesivos Certámenes de Bancaja—, Juan Cuellar —otro de los supuestos esquematistas, menuda palabreja, y otro artista en cuya formación ha contado la vertiente más fría del pop art—. Joan Sebastián —natural de la localidad valenciana de Rocafort— y Aurelia Villalba—albaceteña de Minaya, y otra de las visitantes de Buades— son pintores que conozco peor que al resto de sus compañeros. Me cuesta, debido a esa falta de información, hacerme una idea de la entidad y del alcance reales de sus propuestas. Por lo que he podido ver, bien en sus estudios o bien en las galerías que de ellos se ocupan, creo que no es aventurado decir que todos ellos apuntan bien. Me atraen especialmente los paisajes y sobre todo los humildes bodegones, inquietantemente normales, de Joan Sebastián —a los que encuentro un cierto parentesco con los del brasileño-francés Roberto Cabot, y entre los que gustan mucho alguno de libros, y sobretodo el de pelotas de tenis, que semeja un Morandi ácido y demótico—; y las escenas un poco cinematográficas de Aurelia Villalba, otra viajera inmóvil fascinada por el mar y por los puertos —hay ciertamente mucho mar y muchos puertos, no podía ser de otro modo, en Muelle de Levante—, con algo siempre de ilustradora de Julio Veme o de novelas góticas, y de coleccionista de esas viejas postales sobre cuya capacidad de hacernos viajar y soñar ha dicho cosas muy acertadas Guido Ceronetti, que considera posible edificar a partir de ellas «catedrales de cámara».

 

Esta colectiva, en la que con tanta ilusión —y con un grado de coincidencia tácita que nos ha sorprendido a nosotros mismos— hemos trabajado ambos comisarios, sobreviene en una coyuntura especialmente oportuna, en un momento en que todos sus integrantes se encuentran activísimos y con grandes proyectos en marcha. Con ella no pretendemos “lanzar” nada, y menos moda alguna, que ya bastantes hemos padecido a lo largo de los últimos lustros. Simplemente mostrar, en varias ciudades de nuestra costa este y en Madrid, algunos ejemplos selectos, cada uno fundamentado en una experiencia individual aunque también haya cosas compartidas, de una de las direcciones más fecundas del arte de Levante, y del arte y la cultura, en término más generales, de esta España fin de siglo. Una España donde, en contra de lo pronosticado por el sector más arcaicamente «moderno» de la crítica, y por decirlo con las palabras que utiliza Sánchez Durá en el texto que ha escrito para este mismo catálogo, la pintura “tiene una mala salud de hierro”, y es contemplada como un horizonte creíble por no pocos creadores jóvenes.