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MEMORIA DE UNA FIGURACIÓN

 

 

Title: Memoria de una figuración

Author: Bonet, Juan Manuel

Publication: Canción de las figuras

 

 

En el proceso de apertura, en la España de la última década del siglo, de un campo figurativo otro, el primer hito fueron las colectivas, de título chiriquiano, El retorno del hijo pródigo, organizadas por Dis Berlin. Murcia —en el marco de su festival Contraparada—y la Galería Buades de Madrid fueron, en 1991, los ámbitos de la primera, mientras que la segunda tuvo lugar el año siguiente en otra sala madrileña, desaparecida ésta, Columela. No se trata ahora de entrar en el detalle de quien estuvo en cada caso, y con qué piezas. Baste con decir que los nombres principales que aquellas muestras pusieron en circulación, fueron los de Andrea Bloise, José Manuel Calzada, Ángel Mateo Charris, Juan Correa, Damián Flores, María Gómez, Angie Kaak, Juan Lacomba, Pelayo Ortega, Antonio Rojas, Manuel Sáez...

 

Más ceñida, como su título lo indica, a una geografía a la que casi cinco años después me encuentro mucho más ligado de lo que entonces lo estaba, la itinerante Muelle de Levante, que por encargo de Juan Lagardera comisarié en 1995 junto con Nicolás Sánchez Durá, sirvió para levantar acta de la pujanza figurativa en la Comunidad Valenciana y zonas adyacentes, algo que ya sabían quienes habían seguido las individuales de Manuel Sáez, Marcelo Fuentes —sobre cuyo interés llevaba tiempo advitiéndome Dis Berlin—, Ángel Mateo Charris, Gonzalo Sicre, Joël Mestre, Paco de la Torre, Fernando Cordón, José Vicente Martín y otros de los ahí presentes. (En la lista de los «muellistas» tampoco faltaba, por lo demás, el propio articulador de las colectivas de los «hijos pródigos», entonces residente en la localidad alicantina de Denia).

 

Hace unos meses, De la Valencia metafísica (Comunidad de Madrid, 1999), la primera de una serie de muestras figurativas promovidas por José Marín-Medina, me permitió hacer un nuevo balance, subrayando la continuidad de la mayoría de los moradores del Muelle de Levante, e incorporando a dos nombres nuevos muy estimables, Pedro Esteban y Santi Tena.

 

Giorgio de Chirico, Carlo Carra, Alberto Savinio y demás metafísicos, presentes desde el título mismo de El retorno del hijo pródigo, y de los que se valora especialmente su amor por el enigma, su ritorno al mestiere, su voluntad de contemplar la tradición como fuente de enseñanza para la modernidad. Giorgio Morandi, el pintor de lo intemporal, el solitario radical, homenajeado por María Gómez en uno de sus mejores cuadros romanos; retratado por Damián Flores para su libro con Raúl Eguizábal Salón de aparecidos (1996); parodiado, como tantos otros, por Charris; presente tras la mirada de Marcelo Fuentes sobre su Valencia natal, o en la misma ciudad, tras los bodegones de Joan Sebastián. El secreto Antonio Donghi, por el que se ha interesado Damián Flores, también durante su estancia a la sombra del templete de Bramante. Filippo de Pisis, que después de Morandi será el siguiente italiano de aquel ciclo histórico en ser presentado en el IVAM. Ottone Rosai y sus visiones encantadas de una Florencia desolada. Zoran Music, expuesto por Bancaja en Valencia y por Jorge Mara en Madrid, y con el que tiene bastante que ver el mundo norteño de Miguel Galano. Albert Marquet, el fauve en gris, referencia fundamental para el Dis Berlin de la época azul. Raoul Dufy, cuya obra más esencial ha sido tan importante para Pelayo Ortega. Los realistas mágicos alemanes, de los que, al igual que del novecento italiano, tantos grandes ejemplos pudieron verse en la revisión del Realismo mágico a cargo de Marga Paz, y en los que a veces nos hace pensar el Luis Rodríguez Vigil más atormentado. El norteamericano Edward Hopper, hacia cuyos paisajes de Cape Cod viajaron —un libro valenciano lo documenta— Charris y Sicre. Alesander Deineka, el alter ego soviético de Hopper. Más atrás en el tiempo, Pierre Bonnard, y sobre todo Félix Vallotton, del que aquí empezó a hablar, como de tantas otras cosas, Carlos Alcolea. El belga León Spilliaert, descubierto hace poco por Charris, uno de cuyos últimos cuadros se titula Spilliaert en Cartagena. Tal vez Armando Reverón, Balthus, Lucien Freud... Estos son algunos de los clásicos—la lista podría alargarse mucho más—reivindicados por los protagonistas de esta Canción de las figuras y otros pintores del mismo ámbito. Hay que subrayar, por especialmente importante, la conexión italiana, reforzada por el hecho de que muchos de ellos han pasado por nuestra Academia en Roma, algo ya señalado hace unas líneas a propósito de María Gómez y Damián Flores, pero que también es cierto en el caso de Jesús Alonso, Marcelo Fuentes, Joël Mestre, Luis Rodríguez Vigil, Antonio Rojas, Manuel Sáez y Miguel Villarino. Dis Berlin no ha pisado ese ámbito institucional, más si ha hecho la experiencia, también decisiva en su caso, en Italia, recorrida por él con pasión y avidez en 1986, gracias a una boca de la Muestra de Arte Joven. En la Academia de Venecia, le impresionaron los maestros de antaño —Giorgione, Giovanni Bellini, Carpaccio, Tintoretto, Tiziano—, para acercarse a los cuales les habían sido útiles las enseñanzas berensonianas. Más importante todavía fue el conocimiento directo de la pintura del novecento, ensoñada antes en la imaginación. Desde Florencia, me escribía en una postal fechada el 20 de enero de aquel año: «Por fin he podido ver los Sironi, Rosai, Marini, Guidi, De Pisis... y estoy mudo de la emoción».

 

Alex Katz: en cierto modo, el Edward Hopper de este fin de siglo. Recuerdo el anochecer de finales de 1996 en que inauguramos su retrospectiva en la IVAM, y la felicidad que embargaba a los principales representantes de la neometafísica levantina, a los que yo había invitado especialmente al acto. (Charris, uno de aquellos invitados, feliz también, más recientemente, ante la retrospectiva del Centro Pompidou de David Hockney, sin duda el pintor pop que más había contado a comienzos de los años setenta, en la génesis del grupo neofigurativo madrileño, algo que está claro tanto en el caso de Guillermo Pérez Villalta, uno de los primeros en fıjarse en estilos inciertos, y entre ellos el neo-moderno fifties de la Costa del Sol, como en el del Carlos Alcolea, sensible también a otras visiones californianas, las del nativo Ed Ruscha).

 

Salvo, Milan Kunc, Jan Knapp. Si hiciéramos una encuesta, creo que de todos los pintores europeos surgidos en los últimos lustros, estos tres serían los que recogerían, entre nuestros jóvenes pintores figurativos, más adhesiones, por su capacidad para recrear una tradición y para apartarse del torbellino expresionista, en el que algunos de ellos había participado en un principio, y por la fuerza evocada de sus imágenes. Han sido expuestos aquí por galeristas intrépidos y atípicos, como el barcelonés Víctor Saavedra o el tinerfeño Ángel Luis de la Cruz (Leyendecker), que también ha apostado por raros más a trasmano todavía, como el norteamericano Robert Greene, o el brasileño Roberto Cabot. Al Salvo teórico del arte lo editaron conjuntamente, en la Valencia de 1986, la editorial Pre-Textos y la Galería Temple, con Nicolás Sánchez-Durá como traductor y prologuista.

 

Por lo que se refiere a sus más inmediatos predecesores españoles, a los pintores que nos ocupan les ha interesado sobre todo la figuración madrileña post-Gordillo, a la que ya he hecho varias referencias a lo largo de las líneas precedentes. Dis Berlin, por ejemplo, estuvo en contacto, a comienzos de los años ochenta, con Manolo Quejido, Carlos Alcolea, Herminio Molero y Miguel Ángel Campano, algunos de los cuales figuraron entre sus primeros coleccionistas. Más recientemente, militó en pro de la recuperación de Carlos Franco —al que expuso en su galería El Caballo de Troya, de breve pero fecunda existencia— y de Jaime Aledo. Todos estos nombres, a los que habría que añadir los de Guillermo Pérez Villalta y Juan Antonio Aguirre, constituyen referencias ciertamente muy significativas en la historia de la construcción de un nuevo discurso figurativo español, ese discurso para el cual en su momento algunos de ellos echaron mano de David Hockney, como se acaba de recordar, y de Alex Katz —por mi parte se lo debo a Carlos Alcolea, a cuya memoria dediqué su aludida retrospectiva— pero también de Pierre Klossowski, Richard Lindner, Giorgio de Chirico o Salvador Dalí, los dos últimos entonces todavía absolutamente tabúes... (Recordar también que tanto Guillermo Pérez Villalta como Chema Cobo, fueron influencias fundamentales, en el arranque de su carrera, para Antonio Rojas, originario como ellos de la localidad gaditana de Tarifa, y que coincidió con ellos, por breve tiempo, en la galería-garaje de Fernando Vijande, donde también se vio obra de Xesús Vázquez).

 

Si nos fıjamos en el ámbito de la crítica, hay que subrayar que alguien que formaba parte, como quien dice, del grupo neofigurativo madrileño, Fernando Huici, iba a ser, varios lustros más tarde, uno de los más receptivos, a los «hijos pródigos». Comentario que también valdría, con otros matices, para Quico Rivas, para Nicolás Sánchez Durá —crítico «de cámara» de Campano— o para quien esto escribe, que fue quien introdujo a Dis Berlin en esos círculos. Tampoco parece casualidad, por lo demás, que Buades, la sala pionera donde durante los años setenta se había consolidado la generación descubierta por Juan Antonio Aguirre como director de Amadís, albergara la primera de las colectivas El retorno del hijo pródigo, ni que organizara individuales del propio Dis Berlin, y de Xesús Vázquez, José Vicente Martín o Pelayo Ortega.

 

No hay que desdeñar, por lo demás, el peso de otra tradición española, más tradicional, valga la redundancia, y naturalista, la representada por Antonio López García y sus seguidores. Esa tradición ha pesado, sin ir más lejos, para un Damián Flores —que entró en contacto con el de Tomelloso en fecha tan temprana como 1982—, un Jesús Alonso, un Calo Carratalá o un Francisco Menéndez Morán, todos ellos siempre a caballo, cada cual a su manera, entre la metafísica y el naturalismo. En ese contexto nos encontramos con casos tan especiales como los de Juan José Aquerreta y José María Mezquita, discípulos directos ambos, en la Escuela de San Fernando de los años sesenta, de López García, hoy de nuevo recluidos en sus ciudades natales, Pamplona y Zamora, respectivamente, y que se nos aparecen como personajes clave, aunque todavía no hayan encontrado el eco que merecen sus respectivas obras, fundamentadas en un silencio que tiene bastante que ver con el que rodeaba a Morandi en Bolonia. Más a través en el tiempo, está claro que también cuentan ciertas voces figurativas solitarias, que han proseguido su camino en los márgenes de una época de dominante abstracta, y estoy pensando en Ramón Gaya, Xavier Valls, Cristino de Vera o Gonzalo Chillida, pintores que siguen todos ellos en la brecha. Pelayo Ortega, por su parte, reivindica al gran Joaquín Torres García —algo en lo que coincide con Charris, que lo hace desde la sorna que lo caracteriza, y con Miguel Villarino—, a Rafael Barradas, al Rafael Zabaleta cantor de la provincia, o, en la suya propia asturiana, a esos dos notables petits maitres que son Evaristo Valle y Nicanor Piñole. En cuanto a José Vicente Martín, se ha ido a fijar en un escritor un tanto extraterritorial, Fernando Arrabal —al que ha dedicado su tesis doctoral— y en los oscuros pintores narrativos que lo rodean.

 

La exposición El museo imaginario de Dis Berlin (Fundación Bancaixa, Valencia, 1999), comisariada por el firmante de estas líneas, permitió contemplar, en diálogo con la obra del creador aludido en su título, la de algunos de sus «faros», muchos de los cuales lo son también del resto de los protagonistas de la figuración españolas de los noventa. En ella coexistían, además de abstractos —por el lado sueños geométricos—, dadaístas y surrealistas, una mayoría de pintores pertenecientes a la moderna tradición figurativa: André Derain, con un retrato femenino que parecía de Fayum; Albert Marquet, con un deslumbrante cuadro argelino; Fortunato Depero, homenajeado en su día en uno de sus tableautins por Angie Kaak; Pierre Roy, el raro y maravilloso pintor de Nantes, que en los años diez estuvo cerca de Giorgio de Chirico y Alberto Savinio; Amédée Ozenfant, con un navío geometrizado de excepcional pureza; Georgia O’Keeffe, con una de sus mejores visiones neo-yorquinas; Maruja Mallo, con una de los exactos bodegones de su período bonaerense; José María Ucelay, también con una de sus naturalezas muertas; Urbano Lugris, el Álvaro Cunqueiro de la pintura, con tres de los paneles náuticos que pintó para la sede del Instituto de Cultura Hispánica; Francisco Miguel, con uno de los escasísimos lienzos, asimismo de inspiración marinera, que de él se conservan; el canario José Jorge Oramas, metafísico solar que estudió en una escuela en que se usaba como libro de texto el Realismo mágico (1927) de Franz Roh, y reivindicado hoy por los mejores poetas y pintores de su tierra... Sin olvidar, que no hubiera tenido sentido olvidarlos, a los fotógrafos, encabezados por los norteamericanos Alfred Stieglitz y Edward Steichen, ambos todavía con un pie en los nineties, en su neblina simbolista. Por supuesto, y esto era algo que se decía en el propio catálogo, la muestra era una mínima punta de un posible iceberg.

 

Y Eguren, José María Eguren, el andarín de la noche, el extraordinario poeta peruano de La canción de las figuras (1916): símbolo, aquí, evidentemente, del interés de estos pintores por la poesía, y en términos más generales por la literatura. Paul Morand, Valey Larbaud y su Barnabooth, Patrick Modiano, el Vicente Huidobro de la guerra del 14, Ramón Gómez de la Serna, Ezra Pound, punto de partida de su ciclo Cantos y, en 1990, de su individual zaragozana así titulada: algunos de los autores presentes en la nutridísima biblioteca de Dis Berlin, sobre el que han escrito poetas como Miguel Sánchez-Ostiz, José Carlos Llop —del que ilustró Morandiana (1991)—, Ángel Rupérez, Raúl Eguizábal, Vicente Llorca o el propio Enrique Andrés Ruiz, y que acaba de diseñar la cubierta de las poesías completas de Luis Alberto de Cuenca, editadas por Visor. El proyecto de Pelayo Ortega de ilustrar los muy simbolistas y muy rodenbachianos Poemas de provincia de su paisano Andrés González Blanco —para el prólogo se pensaba en Octavio Paz—; sus retratos de escritores asturianos de todos los siglos para un edificio público gijonés; la amistad que le unió con Francisco Carantoña, con quien trazó la Semblanza de Gijón (1989), o Julián Ayesta, el autor de esa pequeña obra maestra que es Helena o el mar del verano; sus alegorías pessoanas, también; la mirada de Miguel Sánchez-Ostiz sobre su obra. Los libros abiertos que pinta, en Vetusta, Miguel Galano. La ya aludida colaboración de Damián Flores con Raúl Eguizábal; sus retratos de Ramón Gómez de la Serna o Luis Cernuda, y los que hoy tiene en curso de Paul Morand, Josep Pla o incluso Pavel Drádok. Las ilustraciones de Teresa Tomás y Paco de la Torre para El gobierno de los pies (1995) de Alberto Barberá, un raro poeta neo-vanguardista valenciano que canta un «Mambo in rain» y ve cómo se alejan «bicicletas con la media tarde como motor». Sobre la mesa del estudio de Antonio Rojas —que en 1993 hizo la cubierta de Islas, la primera antología española de Derek Walcott—, un par de títulos metafísicos: Puerto de sombras de Juan Chabás, y Le rivage des Syrtes de Julien Gracq. La pasión de Charris, patente en varios de sus catálogos, y en su minirrevista —«Prensa de la República de Cartagena»— La Naval, por Vicente Huidobro él también, o por el ya varias veces mencionado Rainón Gómez de la Serna, o por Enrique Jardiel Poncela, Tono y demás humoristas del 27, o por el Ángel Guache poeta y micronarrador; su propia escritura, de la que hace unos meses, y bajo el título «Europía», daba una interesante muestra el número veraniego y viajero de la revista Arte y Parte. La fascinación que sobre Joël Mestre ejerce el polifacético Alberto Savinio: el narrador, el pintor, el compositor. La cultura literaria de Oriol Vilapuig, que al igual que Xesús Vázquez, poeta él mismo, gusta de convertir el catálogo de sus «faros» en tema de algunos de sus cuadros. El interés de la mayoría de ellos por libros como el mencionado Realismo mágico de Franz Roh, o Malinconia de Jean Clair. El interés por ellos de Julián Rodríguez y su hermano Javier Rodríguez Marcos. De la poesía, al comic: la conexión «línea clara» que este mismo año ha llevado a Dis Berlin, Pelayo Ortega y Manuel Sáez a estar presentes en la mesa redonda del IVAM Tintín en el museo, mesa redonda recogida en parte en el n.° 118 de los Cuadernos de Literatura Infantil y Juvenil (CLIJ), y en la que tampoco hubieran desentonado Charris o Xesús Vázquez, que también han rendido homenaje a Hergé en varios de sus cuadros. Y así sucesivamente—recordar la singularísima recreación, con algo de modianesco, de la guerra civil acometida por pintores que obviamente no la vivieron, como Carlos García-Alix y Sergio Sanz, y el acercamiento siniestro de este último a Rafael Cansinos-Asséns , en una época en que hay quien dice que arte y literatura nada tienen que ver.

 

Desde discursos neovarguardistas, discursos por lo general para más inri aburridamente escorados hacia lo neosocial, se dice eso, que lo literario no es bueno, no es conveniente, no es politically correct para el arte. También que el problema de la figuración es un falso problema. Quienes así piensan son los hermanos espirituales de quienes ayer hicieron todo lo posible por que fuera pequeño, muy pequeño, el espacio reservado en los manuales y en los museos a Morandi, Hopper o Luis Fernández.

 

Dicen que no hubo problema, y que no lo hay hoy. Sin embargo, en ese discurso, o en las iniciativas que se fundamentan en él, sigue sin haber espacio para estos pintores reunidos aquí bajo la feliz advocación egureniana, por un poeta y crítico que conoce también muy bien el campo de la abstracción —recordemos sus iluminadores escritos sobre Diego Moya o Alejandro Corujeira—, pero que sabe que sí hubo y sigue habiendo hoy problemas, y que el mapa del siglo que agoniza no estará completo mientras no les hagamos el sitio que merecen, a nombres como estos.