G. pÉREZ VILLALTA > SELECTED TEXTS

 

AUTHORS

 

FacebookTwitter

 

 

 

SOBRE LA SENSIBILIDAD EN ESTOS DÍAS

 

Title: Sobre la sensibilidad en estos días

Author: Pérez Villalta, Guillermo

Publication: Derivas de la Nueva Figuración Madrileña

 

 

Sensibilidad es una palabra de poco uso, incluso diría que con unas connotaciones algo negativas. Hoy en día decir que algo o alguien es sensible tiene un no sé qué de debilidad. En una sociedad donde lo que más se valora es el poder incluso se diría que tiene algo negativo. Pero la sensibilidad es un sentido como los otros, el gusto, la vista, etc. Más aún, diría que es el sentido que contempla los sentidos, el que da forma a toda esa información que por ellos entra. Es lo que crea la consciencia de aquello que contemplamos. Nos da una valoración afectiva de estas cosas, aparte de una relación más honda con las cosas.

 

Hay una palabra japonesa, Kokoro, que de algún modo podría traducirse como “el corazón de las cosas”, aunque se refiere más precisamente a algo como su interior, su “alma”. Para mí, la sensibilidad es el sentido con el que contemplamos ese Kokoro. Con ella vemos profundamente las cosas.

 

Como los otros sentidos, éste debería ser educado, ejercitado desde las más prontas edades. Con ello conseguiríamos sin duda que este mundo, esta vida, fueran mucho mejor. Sobre todo, haría del arte, arte.

Pero parece una pérdida de tiempo dedicarse a cosas tan poco prácticas cuando el valor económico dirige nuestra sociedad. Desgraciadamente, la insensibilidad domina el mundo y como dijo mi recordado amigo Javier Utray: “la mayoría de la gente tiene los ojos para no tropezar con los objetos”.

 

Es este sentido el que nos permite establecer una relación con las cosas donde impera la emoción, el afecto y esa relación amorosa de la que surge uno de los misterios que nos ofrece el conocimiento humano: esa cosa llamada belleza. Esa cosa que nos provoca placer y en la que participan no sólo los sentidos, sino toda la consciencia de nuestro ser. Quizás la puerta que se abre a eso que llamamos espiritualidad.

 

El progresivo dominio de la insensibilidad también crece, porque se ve en la sensibilidad, —con lo que conlleva, la “Belleza-placer”—, como un no sé qué de pecado, de que algo tan bueno tiene que tener un oscuro origen maligno. Ya se sabe cómo las religiones y el poder tienen un temor especial por lo placentero. Pienso que ven en ello un principio de vuelo de la mente, hacia algo mejor.

 

De siempre he mencionado esa simbólica diferencia entre el mundo de la sensibilidad católica y el de la luterana. Desde la perspectiva panorámica que da la no creencia, el asunto es claro. Siempre he dicho que el catolicismo con sus imágenes, símbolos, rituales y ornamentos, ha hecho que las normas de los nacidos en este entorno se enriqueciesen en connotaciones complejas de imágenes icónicas. Y que la apreciación de la belleza fuese algo así como el olor del incienso y el brillo de los oros y mosaicos. Es decir, totalmente placentero. Aunque no todo en él es luminoso, también el poder anida en él y más ostentosamente que en las otras religiosas monoteístas, con las consecuentes penas, castigos, dogmas e infierno. Pero al menos inventó la confesión que nos libera de las culpas tras una cómoda penitencia.

 

No he visto otra cosa en la iconoclastia protestante, en su moralismo y su intransigencia sino un morboso miedo a la “Belleza-placer”. Las catedrales blanqueadas holandesas no son otra cosa que tapar el vuelo de la imaginación, el placer de inventarse imágenes, como los talibanes destruyendo los Budas de Gandhara. Porque al poder, a las directivas de los dogmas y creencias, les estorba mucho la sensibilidad que permite que te enamores de las cosas y sientas el placer de la belleza. Siempre que la iconoclastia se manifiesta es porque la palabra triunfa. La inmovilidad de la palabra frente a la difusa interpretación de las imágenes siempre desemboca en una intransigencia autoritaria. La Biblia o El Corán son inmutables palabras dictadas por Dios.

 

Hay un no sé qué de todo esto en el énfasis de Greenberg y por tanto, en el inicio del movimiento moderno tardío y ortodoxo, con la pintura plana, el alejamiento de cualquier imagen y narración y el arrojo del kitsch a los infiernos. Para crear una cosa totalmente retiniana e inmensamente aburrida a los pocos minutos de contemplación, porque no hay nada en qué entretenerse, en qué enrollarte, que es una de las cosas para las que sirve el arte. La interpretación, la labor mental de dilucidar lo que las imágenes proponen es una de las partes más placenteras del gusto del arte. Tan es así que Newman y Rothko no fueron los ejemplos a seguir porque tenían un no sé qué que remitía a mundos peligrosos e imaginativos. Belleza es desde entonces una palabra proscrita en la literatura artística. Luego, con ese mínimo de artisticidad del mínimal, ésta alcanzó también las más bajas cotas de existencia. Con el conceptual ya no hay problema, no existe objeto, no hay por qué hablar de belleza. Sólo hay que leer textos. Por fin el triunfo de la palabra sobre la imagen.

 

Es este estatus de la no belleza, este criterio autoritario del movimiento moderno tardío, el que me ha tocado vivir en los últimos decenios. Quizás insista en ello; me suelo repetir en esta cuestión, pero este asunto empieza a ser realmente pesado e inmensamente aburrido. Este árido destierro de la “Bellezaplacer” está propiciando que el mundo, nuestro entorno, sea cada vez más feo. Es algo así como cuando en la revolución cultural china se cortaron los jardines por reaccionarios.

 

Tiene algo de paradójico que las vanguardias hayan tomado el poder. Se supone que éstas siempre ponen en entredicho lo establecido. Y sobre todo, una vez llegado a él, lo agarran con tanto ahínco. Como si de un dogma religioso se tratase, dictan las normas de comportamiento y aquello que no las cumple cae en el infierno desértico de la no existencia en el arte contemporáneo. Gente como Rosalind Krauss y sus secuaces escriben la historia del arte contemporáneo y todo lo que no está allí no existe. La poda de las ramas del árbol del arte contemporáneo es intensa y el árbol crece derecho en una sola y árida dirección. Poder no les falta: rigen los centros de arte, las revistas y medios de comunicación, las bienales y muestras periódicas más importantes. Y no hay una sola voz que se levante, pues ésta tiene terror al ostracismo consecuente de ser tildado de reaccionario. El arte, ya se sabe, es una rama de la sociología y los espacios de arte están destinados a leer textos y documentos, o a visionar unos documentales de dudosa calidad cinematográfica y mayoritariamente aburridísimos. De nuevo las catedrales encaladas de los iconoclastas, pero esta vez con todos los medios tecnológicos posibles.

 

La sensibilidad es un arma poderosa, nada tiene de débil o blanda pues penetra profundamente en las cosas, nos ilumina en los engaños del poder y nos hace contemplar atónitos esas construcciones de la necedad. Construidas desde el desconocimiento, la mayoría de las veces. Pues, puestos a hablar de arte, que es lo que se supone que hacen ciertas voces, lo mínimo que se les puede pedir es un conocimiento de él. Pues la mayoría ignoran lo acontecido en dos o tres décadas o, lo que es más normal, que se atienda a la rabiosa actualidad que será destruida la temporada siguiente. El grado de ceguedad ante las obras anteriores al movimiento moderno puede llegar a sorprendernos. Lo he experimentado yo ante un “culto bárbaro” que era incapaz de distinguir mínimamente los distintos movimientos del arte clásico; o no sabía quiénes eran autores que no eran expresamente raros. Era como esos peregrinos a Tierra Santa que si subían al Partenón era porque allí había no sé qué reliquia de no sé qué santa. Pero ni miraban lo que allí había.

 

La sensibilidad tiene una mirada panóptica, mira hacia atrás y alrededor en 360 grados, buscando con el deseo aquello que admirar. Cuando imagina el futuro, se guía por el deseo, no por las normas; y el deseo puede ser caprichoso, juguetón, intenso, pero nunca con el aburrimiento de lo previsto.

La sensibilidad produce el arte y nos dirige hacia los lugares donde éste habita. Y el arte siempre nacerá del ser humano. Por mucho que la poda sea intensa, por todas partes crecen retoños heterodoxos, libres y creativos, y desde luego, nada reaccionarios.

 

Aunque desgraciadamente no creo en la “historia reveladora de la verdad”. La nuestra, la del movimiento moderno, tan creador en tantos aspectos, es de una enorme cerrazón dogmática en algunos otros. Por ejemplo, a lo largo de décadas, que se prolongan hasta los años setenta, Gaudí fue ignorado o menos valorado tanto por el GATEPAC, La Asociación De Arquitectos Modernos dirigida por Sert, como por Le Corbusier o Mies van der Rohe, cuando vino a construir su, por otro lado precioso, pabellón. Fueron los viajeros sensibles, las voces disidentes como Dalí, otra víctima durante años, o los cientos de japoneses los que valoraron e hicieron que se restaurasen esas obras menospreciadas. Cuántos escombros echados para tapar a prerrafaelitas, nazarenos, simbolistas. Movimiento estético, hasta la misma Secesión. Esa ocultación de las pinturas figurativas de entreguerras, murales de instituciones, obras del llamado Artdecó, diseños decorativos de cafeterías y locales, un sinfín de obras mucho más hermosas que muchas de las que cuelgan en los museos, eso sí, con el sello dado por el movimiento moderno. Pero los ojos y las mentes sensibles ven a través de los gustos impuestos y el aburrimiento —palabra que estoy usando a propósito— y hacen que estiremos el cuello para ver qué hay detrás de lo que se nos muestra, que son muchas y variadas cosas. Más aún cuando nos quitamos el filtro de la visión histórica donde cada cosa está en el tiempo en el que fue creada y no en el nuestro, que es justo donde la contemplamos: un jarrón creado en la segunda mitad del siglo XVIII está ahora aquí y puedo tocarlo y, sobre todo, puedo contemplarlo y gustarlo con los ojos que me da mi tiempo. El jarrón que yo disfruto no es el mismo del siglo XVIII, es el mío.

 

Esta manera de ver el arte es enormemente enriquecedora; te excita con el poder de las cosas nuevas y no vistas, incita a la imaginación, puedo enfrentarlas a otras cosas, en una nueva y excitante cópula.

Otra cosa que la sensibilidad me muestra es el mundo de las formas; la belleza de las formas, la geometría, la disposición, ese placer que nos da el ver las cosas bien dispuestas. Podrían educar a los niños con el Ikebana en vez de mancharse todos con esa “libre expresión” tan tópica de la modernidad tardía. Buena disposición, sentido de la escala y la proporción, tan alejada de nuestros modernos espacios. Esos monstruosos aeropuertos de los que nos sentimos tan ufanos donde hay que recorrer cientos y cientos de metros para cualquier cosa. Ese gigantismo innecesario por todas partes, obras hinchadas hasta la desmesura, ideas tontas agigantadas a ver si así parecen más inteligentes.

 

Cada vez más, mi sensibilidad dirige mis deseos hacia las cosas pequeñas, abarcables, que podamos contemplar en la intimidad de una comunidad que se reduce a ti y la obra sin grandes salas y colas. Proporción, euritmia y sentido musical de la visión, sentido del orden bello que tanta falta hace al arte en general y más en concreto a los espacios en que vivimos, esos espacios públicos tan necesitados de gracia, proporción humana, acogedora e íntima.

 

Hay una cuestión que me inquieta desde hace un tiempo y que me ha granjeado más de una molesta crítica: ¿Por qué los artistas visuales hemos delegado en otros nuestra palabra? Porque esos otros son justo los otros. A todo se aprende, y expresar tus ideas con palabras no es otra cosa que aprender otra técnica. No hace falta ser un poeta, sólo que se entienda. Después vendrá el refinamiento. Además ayuda poner en claro las ideas, cosa que le vendría bien a muchos.

 

En ese símil catolicismo-luteranismo la palabra es el terreno de estos últimos que, ya dijimos, son iconoclastas. Hay un cierto desprecio del mundo de las letras por el pensamiento artístico, asunto que la mayoría de los “letristas” ignora. Aunque no todos, algunos pueden sentir verdadera emoción ante las cosas bellas, ser auténticos estetas en el mejor sentido de la palabra. De hecho, cuando se habla de cultura piensan que se refieren a ellos. El pensamiento artístico, pensar con imágenes, es algo así como una matriz de múltiples variables en continua transformación. Como si de un calidoscopio se tratase. Imágenes que aparecen en el cerebro de no se sabe dónde. ¿La memoria? ¿Los ancestros junguianos? ¿Máquinas neuronales? El caso es que el cerebro que imagina tiene el poder de sacar imágenes que antes no habíamos visto y tiene el poder de transformarlas en cosas impensables.

 

Tenemos que recurrir a la plástica, puesto que las palabras apenas son un pálido reflejo. Pero ellos, los que escriben, no utilizan imágenes sino palabras y nunca han sido especialmente refinados en la plástica; suelen tener unas casas todas llenas de cosas no demasiado bonitas. O esos poetas, espléndidos a veces, cuyos poemas suelen estar ilustrados por ese surrealismo “poético” de dudoso gusto. No todos, claro. Hay otra cuestión que atañe en concreto a la pintura que tiene que ver con esto. Aquellos que abogan por la definición de la pintura, escritores claro, no piensan que esta nació mucho tiempo antes que la escritura. Es el método más rápido y sencillo de pasar las imágenes del cerebro a la realidad visible por todo. Si la pintura está muerta, de igual modo lo estaría la escritura. Este acto, que en este momento hago, en nada se diferencia del acto de dibujar, con los mismos elementos: lápiz-papel. ¿Dónde están los cadáveres? ¿Qué iluminada teoría hace que esto tan útil y sencillo haya dejado de funcionar?

 

Sencillamente una ausencia total de sensibilidad.

 

La imagen no es la pintura. La mirada insensible a la pintura del moderno ortodoxo sólo ve la imagen, la información. Años de clases universitarias con diapositivas hizo alumnos que sólo veían nombres y fechas, nada de cómo estaba hecho: ese regusto de ver cómo están resueltas las cosas con esa cosa restregada o untada, con exquisita intención o intuición, llamada pintura. La pintura es el Kokoro de las imágenes, produce una palpitación especial. Se han hecho tal cantidad de formas de pintar que el repertorio para elegir es extraordinariamente extenso y se puede elegir con precisión. No es la pintura una técnica adquirida. No dudo que haya pintores notablemente dotados; “fa presto”, dicho y hecho. Pero no es esa la mejor pintura sino aquella que nace de la meditación, la que duda y se plantea otras cosas que las evidentes, la que no sabe resolver de inmediato. La que nos obliga, curiosos, a mirar de cerca. Ese desprecio, esa falta de valoración por las técnicas pictóricas, por la obra bien hecha, no es otra que una ceguera ignorante, una falta inmensa de sensibilidad.

 

No, la llamada muerte de la pintura no es otra cosa que esa falta de sensibilidad de aquellos estrictos que sólo ven un documento y han perdido el sentido del goce.

 

No es éste el futuro que imaginé cuando era joven. Entonces, creyente fiel a la modernidad, tuve, como en la religión, una “crisis”. Producida en el verano del 72, después de los Encuentros de Pamplona y la Documenta de Kassel. Mi mente analítica tuvo una chispa y lo vio todo claro: dejé de creer.

 

Sí, soy un incrédulo, un cínico, en el sentido griego, epicúreo. Para los cuatro días que vamos a vivir, no sé a qué viene tanto ayuno y abstinencia. Rodeado de una falta absoluta de esplendor gozoso y mucho cinismo, éste en el sentido moderno.

 

Es en este campo deseante de “Belleza-placer” donde crece el arte. Nada de lo que crezca en granjas dirigidas me creeré que es comestible y sabroso.

 

Intuyo un mundo del arte más luminoso y placentero, donde la palabra belleza tenga su esplendoroso valor. Y ya sabemos que es el deseo el que imagina el futuro.

 

[...]

 

Fragmento del texto publicado en el catálogo de la exposición Guillermo Pérez Villalta realizada en la Galería Soledad Lorenzo de Madrid en octubre de 2012.