Esta sección ofrece una selección de publicaciones relacionadas con las exposiciones programáticas vinculados al fenómeno de la Figuración Postconceptual acompañadas de una ficha técnica y una selección de los textos publicado, accesible a través de una búsqueda alfabética. La incorporación de nuevos contenidos se realizará progresivamente.

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LA PINTURA VEINTICUATRO VECES POR SEGUNDO

 

Título: La pintura veinticuatro veces por segundo

Autor: Pérez, David

Publicación: Catálogo de la exposición Aurelia Villalba. Ciclo visiones sin centro

 

 

 

“Nosotros sabemos que debajo de la imagen revelada hay otra más fiel a la realidad, y debajo de ésta otra, y otras más debajo de ésta última, hasta llegar a la verdadera imagen de esa realidad, absoluta, misteriosa, que nadie querá nunca.”

MICHELANGELO ANTONIONI

 

Hace ya algunos años, la Revista de Occidente dedicó uno de sus números a analizar algunos de los posicionamientos poéticos que en la actualidad están siendo desarrollados por la cinematografía contemporánea. Bajo el título de “Seis modos de hacer cine”1 el monográfico editado efectuaba una aproximación a realizadores como Andrei Tarkovski, Martin Scorsese, Arturo Ripstein, Rainer Werner Fassbinder, Aki Kaurismaki y Pedro Almodóvar. Acompañando a los textos destinados a éstos —aunque de una forma independiente, dado que se trataban de películas realizadas por otros directores—, una pequeña serie de imágenes extraídas de diversos films (tales como El nacimiento de una nación, El acorazado Potemkin, Metrópolis, Campanadas a medianoche o La torre de los siete jorobados) servían para ilustrar los diversos estudios dirigidos a acercarnos a las obras de los autores mencionados. Curiosamente, estas ilustraciones no reprodudan fotogramas pertenecientes a estas películas, sino imágenes de una serie de lienzos realizados por Aurelia Villalba que, como único referente iconográfico, tomaban escenas de dichos films.

 

El resultado de esta conjunción, sustentada en la tensión establecida por el propio origen constructivo de las imágenes pictórica y cinematográfica, suscitaba, sin embargo, todo un conjunto de interesantes reflexiones que afectaban no tanto a la naturaleza genética de esas imágenes, es decir, no tanto a aquello que podemos considerar como su ADN plástico y/o fotográfico, como a la naturaleza conceptual que, sin lugar a dudas, lleva aparejada una apuesta de estas características. En este sentido, resulta interesante destacar que la pintura, tradicionalmente relacionada con postulados miméticos, asumía a través de obras como las aludidas, un nuevo cometido: volver a quedar vinculada a una neonaturaleza que, tal y como sucede con la contemporánea, sólo puede hallarse construida a partir de sus sustitutos icónicos.

 

Plantear la práctica pictórica partiendo de una perspectiva como la desarrollada desde sus primeras exposiciones individuales por Aurelia Villalba determina, no obstante, el hecho de que, una vez más, tengamos que enfrentarnos a uno de los problemas que, formulados ya por Platón, siempre han estado presentes de una forma u otra dentro del ámbito artístico. Nos referimos al de las relaciones que pueden ser establecidas entre el arte y el conocimiento, un problema que, en última instancia, lo que en la actualidad está cuestionando es el sentido que posee la propia realidad en la que vivimos, es decir, el carácter que ésta detenta dentro de un mundo mediáticamente definido por el simulacro, la fragmentación y la celeridad. Teniendo en cuenta este hecho, puede resultar conveniente dentro del presente contexto detenernos con una cierta extensión en dicho problema y recordar, por ello, cómo en muchos de los estudios teóricos dedicados a analizar las funciones social y cognitiva del arte, suele ser habitual aludir a toda una serie de afirmaciones contenidas en La República en las que, a través del diálogo mantenido entre Sócrates y Glaucón, se desautoriza de forma contundente el proceder de la actividad plástica.

 

Esta actitud, básicamente hostil hacia el quehacer creativo, se encuentra determinada por la consideración con la que, desde un primer momento, el propio arte queda definido, dado que el mismo es tomado como un simple instrumento imitador cuyas obras no pueden ocuparse jamás de representar lo que en realidad es, sino lo que parece ser. El hecho de que el trabajo artístico se halle supeditado a esta función provoca que la experiencia estética, al igual que sucede con experiencias y actividades de otra índole, sea considerada como un simple medio destinado a dificultar y entorpecer el auténtico proceso de conocimiento de lo real.Partiendo de ello, la deslegitimación propugnada por Platón encuentra su plena justificación conceptual en el corrupto sentido con el que inexorablemente quedan revestidas la pintura y la escultura, disciplinas que, debido a su dependencia imitadora, se articulan como resultado de lo que podríamos considerar como un doble proceso de copia, hecho que motiva que la producción plástica tan sólo pueda ser concebida como producto de la imitación degradada de una falseadora imitación que, a su vez, ha sido construida tomando como referencia el burdo y deformado reflejo de un mundo ideal que, en el fondo, es el único real y verdadero.

 

La aceptación de esta serie de razonamientos trae consigo —y citamos textualmente— que una manifestación tan extendida como la pintura, al permanecer alejada de la verdad, repugne a la sabiduría dado que, creando profundas dudas en nuestra alma, no posee nada de sano ni de certero. La recriminación socrática, mucho más extensa de lo que aquí hemos sintetizado, no se priva de tildar a los pintores de imitadores, charlatanes y creadores de fantasmas (dado que no tienen conocimiento ni opinión justa), epítetos de los que, en una primera aproximación, también participan los poetas, aunque se libran los músicos, puesto que, gracias a la utilización de valores como el ritmo, la medida y la armonía, estos últimos están contribuyendo a mostrar lo imperfecto y defectuoso de las obras de la naturaleza, librándonos de este modo de un mirar que, condicionado por una tramposa realidad, el autor de El Banquete no duda ni un instante en determinar de mediocre y vicioso.2

 

Establecida esta sanción moral, el arte queda reducido —desde la perspectiva platónica que venimos analizando— a una práctica esencialmente negativa, puesto que la misma no hace más que prolongar el desprecio y consiguiente rechazo de ese mundo de los sentidos que con tan denodado y metódico empeño ha cultivado nuestra cultura, un desprecio que se encuentra en la base de un sistema dedicado a propiciar con extremado celo la negación y/o sublimación de todos aquellos deseos que no están vinculados con la posesión personal o con el consumo individualizado, cuestiones ambas que actúan como elemento complementario dentro de un discurso de carácter mediático que, en sí mismo, tan sólo puede ser personalizador y/o individualizador en tanto que es masivo y totalitario. En este sentido, la creciente proliferación catódica de lo inútil, la perversión implícita que conlleva el simulacro de la virtualidad o la propia descorporeización de nuestra experiencia, han servido para mostrarnos que lo que Platón entendía como real, mediocre o vicioso afecta, en la actualidad, a ámbitos mucho más espectacularizados.

 

Dentro de este contexto, la perplejidad que nos suscita lo que es o no real, (perplejidad que lo que en verdad está poniendo en juego es la necesidad de cuestionar la imposición de un modelo de vida condenado a la muerte de un presente siempre inalcanzable, debido al hechizo de la videoceleridad y de su correspondiente correlación, la ciberinstantaneidad), dentro de este contexto, repetimos, podemos descubrir cómo una determinada pintura —que, curiosamente, se sustenta en una serie de referentes tan reconocibles como los utilizados por Aurelia Villalba— nos está incitando a contradefinir dicha realidad, es decir, a desenmascarar su carácter autorreferencial y tautológico, ya que lo que la misma nos ofrece como tal únicamente adquiere su auténtica y actualizada consistencia en la doxa auspiciada por la producción mediática. y es que, como en tantas ocasiones se ha repetido, sólo lo que sucede en el interior del tecnoespacio audiovisual puede quedar legitimado con una existencia dotada de autenticidad, hecho que recientemente la campaña publicitaria de una televi sión privada ponía de forma más que grosera en evidencia al señalar, entre otras afirmaciones, que a través de las imágenes emitidas por dicha cadena podíamos ver, además del sentimiento y de la ilusión, la propia verdad (y nótese cómo en este caso la homonimia del término «cadena» puede servirnos para enlazar los eslabones de las medievales cadenas presidiarias, con los más modernos de las cadenas de montaje industrial y estos, a su vez, con los postmodernos de las denominadas cadenas de televisión).

 

Nuestra experiencia perceptiva y, con ella, nuestra memoria, se están viendo sometidas al influjo de una epifanía de lo virtual que, paradójicamente, está dotando de un nuevo —aunque también perverso— sentido al idealismo platónico. Convertida la representación, es decir, el sustituto de la experiencia, en fuente de la única verdad posible, el mundo que huye de este simulacro (o sea, el mundo que vivimos y sentimos como propio en áreas que siendo nuestras, tal y como nos sugiere García Calvo en su aproximación a Heraclito, no son nuestras, ya que son públicas y comunes pese a que los más las viven “como teniendo un pensamiento privado suyo”),3 este mundo, decimos, vuelve de nuevo a quedar estigmatizado, puesto que el mismo es visto, una vez más, como una realidad de segundo orden.

 

Si en la caverna platónica los moradores de la misma podían percibir las sombras de una verdad, en la caverna catódica la verdad es —de una manera ya definitiva— la mentira y ésta la única legitimación posible de una vida que yace sepultada bajo las capas de una pretendida seguridad que tan sólo puede dejar crecer la muerte. Ante una situación como la descrita, es decir, ante una situación en la que la imagen ya no es un reflejo de la vida, sino la invención de una falseada vida y, por consiguiente, de sus comercializados y fúnebres sustitutos, ¿qué posibilidades tenemos todavía de ver y sobrevivir? o, dicho en otros términos, ¿cómo podemos discernir que aquello que nos sucede, haciéndonos temblar, no es el sucedáneo de una experiencia edulcorada que únicamente existe como eco de un pseudosentimiento mediático?

 

Responder a estas cuestiones, conlleva partir de una premisa que no busca sustentarse en seguridad alguna —salvo la vinculada al goce de su propia negación—, una premisa que puede quedar condensada en una elemental fórmula: ver se ha convertido en un deber, un deber moral que, necesariamente, ha de ir dirigido contra la dictadura tecnomediática. Es por ello por lo que sólo podemos recuperar la visión, o sea, la vida, si, de una forma paralela, recuperamos el silencio y la soledad, lo íntimo pero no lo privado, el transcurso destemparalizado y los límites de un contacto hecho de lenguas sin lenguajes, de susurros sin ruidos, de cuerpos sin personas. González Requena escribía al respecto: “En el espacio fracturado, esquizoide, de la posmodernidad, los «medios de comunicación de masas» bajo la cobertura de su simulacro de comunicación, y bajo el incentivo seductor del espectáculo que construyen, terminan por convertirse en generadores de un ruido incesante con el que el sujeto pretende tapar la emergencia de lo real [...] Tal es la lógica del mercado de la información: la búsqueda incesante de algo que decir, la producción de la información que pennita alimentar el contacto espect acular. Lo que se olvida es, después de todo, algo tan sencillo como esto: que para que la comunicación pueda conservar su digno nombre lo importante es tener algo (necesario) que decir y decirlo, sólo, cuando es necesario. O, en otros términos, que sólo el silencio dota de sentido y de espesor a la palabra.”4

 

Si traspalamos lo afirmado por este autor al ámbito de lo pictórico, podremos apuntar que lo que en estos momentos dota de sentido a la imagen plástica se encuentra en el silencio que la misma es capaz de generar, un silencio que, en modo alguno, deriva de su aura (no olvidemos que en la actualidad el único posible aurífice es la institución), sino de su potencial contrainstitucionalizador, una facultad ésta que, icónicamente, reclama la ausencia de cualquier ruido óptico, o sea, la anulación de cualquier consumo y/o devastación visual. Como consecuencia de ello, ver se sustenta en el paladeo, aunque no en el gusto —y más si éste se define como personal—, un paladeo que adquiere su plena densidad semántica a través de la renovada temporalidad que la mirada, convertida en tacto y presión de silencio, construye en su huida de la parálisis que origina el apremio.

 

Partiendo de este planteamiento, Aurelia Villalba busca con su pintura activar un mecanismo que, ante todo, actúe como emisor de una permanente dilación, un mecanismo mediante el cual la memoria, lejos de ser un saber del tiempo, quede transformada en un sabor vacío de temporalidad. El recurso que para ello utiliza —el paladeo al que nos invita— se sustenta en un juego de distanciadas erosiones a partir del cual la pintura asume una nueva perspectiva. Readaptando lo apuntado por Platón al comienzo de estas líneas, se podría pensar que los lienzos de esta artista actúan como copia de una realidad en tercer grado, ya que los mismos tienen como referente prioritario la degradada realidad cinematográfica, una realidad que, hecha de ilusiones, fantasmas y sueños, se sustenta en imágenes procedentes de otras imágenes, en ilusiones derivadas de otras ilusiones, en sueños acariciados desde otros sueños. La veracidad de esta aproximación, sin embargo, no debe hacernos olvidar el sentido plural que está asumiendo la reescritura emprendida por esta artista, una reescritura a través de la cual conceptos como los de copia, degradación y realidad, quedan totalmente redefinidos, especialmente si tenemos en cuenta que la única verdad posible hoy en día es la construida desde el simulacro de la espectacularidad dominante.

 

Si la fotografía, en tanto que nuevo cuerpo tecnológico, inventaba un tipo de realidad al que la pintura jamás habría podido tener acceso, el cine —del que Godard decía que era la verdad veinticuatro veces por segundo—, al estar capacitado para dotar de animación a la fotografía, es decir, al hacer que ésta quedara definitivamente animada y dotada de alma, creaba para dicho cuerpo un ánima a través del recurso de la velocidad.5 Partiendo de ello, la pintura de Aurelia Villalba no sólo busca detener —volver a congelar— la imagen cinematográfica mediante la utilización del discurso pictórico, sino también hacer que ésta adquiera una des-almada y renovada animación al quedar vinculada a la temporalidad retardada de dicho discurso. La suya, con todo, no es una propuesta destinada a oponer ambos tipos de imágenes, ya que la problemática a la que la misma está haciendo frente no depende de una cuestión técnica.

 

La invidencia simbólica que vivimos afecta a cualquier tipo de imagen, dado que no existen gruposicónicos de riesgo sino prácticas constantes de colonización y consumo visual, hecho éste por medio del cual se nos invita a reflexionar sobre cómo el principal enemigo con el que el cine y la pintura compiten se halla en el propio decir psicótico que asume la descontrolada incontinencia mediática, un decir delirante y anfetamínico, maníaco y ansioso, que —soportable gracias al falseado vahum del espejismo catódico— se sustenta en la permanente evacuación de un flujo verbal cuya interrupción resulta impensable. El ruido provocado por la vacuidad icónica se apoya, por consiguiente, en la conjunción tripartita establecida entre la instantaneidad, la permanencia y la omnipresencia, ya que, como Lacan apuntaba, el psicótico, en su afán de ocupación temporal, habla todo el tiempo para, en verdad, no decir nada.6

 

Ante la evidencia de este peligro, Aurelia Villalba intenta recuperar la posibilidad de una imagen cuya más sólida referencia se sitúa en una memoria que, siendo visual, busca su asentamiento en áreas más amplias y profundas. Como consecuencia de ello, la memoria en la que esta artista se sumerge recupera el espacio del mito contemporáneo, ese mito que, auspiciado por la realidad cinematográfica, sólo puede perdurar colectivamente si sobrevive en su desigual lucha contra el proceso de desimbolización mediática que nos define. Las imágenes de esta pintura se asientan, pues, en la recuperación de un compartido sueño que desea ser apresado mediante la mirada operada desde la escritura pictórica. Ésta, sin embargo, no puede eludir ese fracaso al que la misma se encuentra permanentemente sometida, un fracaso que no es otro que el derivado de la propia inaprehensibilidad de la imagen y del recuerdo que ésta suscita.

 

Si nuestra realidad se construye a partir del simulacro impuesto por una iconicidad desbocada y exhausta, la recuperación paralizada de una imagen que se halla descontextualizada de su movimiento, nos empuja a cuestionar los límites de un mundo que ha sido sepultado por un aluvión de imágenes devaluadas. Revelarnos contra esos límites, es decir, contra aquello que nos está obligando a asumir que la realidad es lo único real, constituye, por tanto, una de las escasas posibilidades de las que todavía disponemos para impedir que la mirada reste definitivamente colonizada. Es por ello por lo que esta pintura, al igual que sucede con ciertos films, aún puede hacernos descubrir que las cosas jamás están acabadas, ya que tan sólo es la muerte lo que las acaba. y es que, tal y como claramente es puesto de relieve por los sueños, al igual que en estos ni un ramo de flores secas es un ramo de flores secas, ni las polveras representan polveras; en la pintura de Aurelia Villalba aquello que vemos tampoco puede ser la copia de lo que vemos, puesto que lo visto es tan sólo la máscara misteriosa de algo que, en verdad, jamás podremos ver.

 

1Revista de Occidente, nº 175, Madrid, Diciembre 1995.

2 Todas las referencias aparecidas con letra cursiva pertenecen a: Platón, La República, Libro X, 596 b - 603 b y Libro V, 472 d. Por otro lado, en Sofista, 234 b - 235 e, Platón volverá a manifestar su profundo desprecio por los productores de imágenes debido a que los mismos se dedican a la copia y al simulacro .

3 Señala el pensador de Éfeso: “Por lo cual hay que seguir a lo público: pues común es el que es público. Pero, siendo la razón común, viven los más corno teniendo un pensamiento privado suyo”. GARCÍA CALVO, Agustín, Razón común. Edición crítica, ordenación, traducción y comentario de los restos del libro de Heraclito, Madrid, Lucina, 1985, p. 41.

4 GONZÁLEZ REQUENA, Jesús, El discurso televisivo: espectáculo de la posmodernidad, Madrid, Cátedra, Colección Signo e Imagen, 1988, pp. 159-160.

5 Al respecto, Virilio escribía: “Con la aparición del motor nace un nuevo sol, que modifica la raíz de la visión. Su iluminación no tardará en cambiar la vida gracias al doble proyector, que es tanto productor de velocidad como propagador de imágenes (cinemáticas o cinematográficas)”. VIRILO, Paul, Estética de la desaparición, Barcelona, Anagrama, 1988, pp. 54-55.

6 LACAN, Jacques, El Seminario III: Las Psicosis, Barcelona, Paidós, 1984, p. 182. Sobre el sentido psicótico que caracteriza a los media puede consultarse el excelente capítulo “El discurso psicótico de la posmodernidad”, incluido en GONZALEZ REQUENA, J., op. cit., pp. 146-158.