Esta sección ofrece una selección de publicaciones relacionadas con las exposiciones programáticas vinculados al fenómeno de la Figuración Postconceptual acompañadas de una ficha técnica y una selección de los textos publicado, accesible a través de una búsqueda alfabética. La incorporación de nuevos contenidos se realizará progresivamente.

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AZAR Y NECESIDAD

 

Título: Azar y necesidad

Autor: Mestre, Joël

Publicación: Libro Derivas de la Nueva Figuración Madrileña

 

 

En vísperas de un futuro que se anuncia cartujo, y antes de recluirnos en el gran silencio y la contemplación, nos apresuramos con urgencia a poner en orden parte de nuestra arqueología, o lo que serán las ruinas de esa civilización futura, de la que hoy tantos hablan.

 

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La razón por la que muchos autores siguen hoy instalados y confiando en un procedimiento como la pintura suele ser por un particular apego a la fragilidad y a la ambición soberana de gobernar con una economía de medios. Ya se ha comprobado que es un modelo de conocimiento muy particular, genuino y absolutamente impredecible, pero la pintura es en este contexto además una manifestación transgresora y desobediente al modelo determinista tecnológico y severo que se nos quiere imponer. El uso y la promiscuidad de ideas han hecho de ella un artefacto sumamente sofisticado, un proceso en el que se ven implicadas referencias y modelos de muy distinta naturaleza, y donde conciliarlas es parte de su labor, alcanzar ese momento crucial y emocionante en el que detenerse y mostrar algo que únicamente puede ser entendido como pictórico.

 

En este caso en estudio, y que ahora nos ocupa, da la impresión de que han sido el azar y la necesidad, las dos únicas razones que han mantenido este discurso durante tanto tiempo. Lo que ha ocurrido con estas derivas y en estas últimas décadas era difícil de prever y resulta aun mas difícil de argumentar, cosa que aparentemente se ha conseguido. Una evolución sostenida por la intuición de sus implicados y por una particular letanía pictórica, capaz de mutar ante temas y escenarios cada vez más complejos. Un discurso para el que no habido recetas únicas y universales, sino que en cada momento ha debido encontrar la solución mejor adaptada.

 

Esta asociación de razones, recuerda aquel “best-seller” que bajo el título Le hasard et la nécessité publicó en 1970 el ilustre biólogo y premio Nobel, Jacques Monod. El Azar y la necesidad. Ensayo sobre la filosofía natural de la biología moderna, apareció en España en 1971, traducido por el poeta y ornitólogo, Francisco Ferrer Lerín. Paradójicamente el poeta abordó esta traducción en el umbral de un largo silencio de su actividad literaria, entre La hora oval (1971) y Cónsul (1987). La poesía de Lerín en su estado mas dadaísta práctica aun hoy, y entre otras, una estrategia confesa y muy del gusto de la pintura a la que nos estamos refiriendo, se trata de esa figura retórica y extrema paradoja del oxímoron, en la que se asocian imágenes y estados absolutamente imposibles pero de la que se despejan significados nuevos y renovados. La poesía de Lerín, así como todas las literaturas, autores e imágenes posibles están con nosotros y no con el tiempo, una fórmula posmoderna que ya practicaron audaces vanguardistas como Alberto Savinio. No se trata con esto de reivindicar a ningún autor ni de asociar históricamente estrategias pictóricas a poéticas coetáneas, tan solo señalar como nuestra genealogía artística poco tiene que ver con la biología y la cronología sino con una suerte de legado atemporal y mutante, un juego de espejos acaso determinado por el azar y la necesidad.

 

Someter la pintura a una renovación formal como paradigma, es afrontar la posibilidad de mostrar su fracaso. Cuando la imagen es esquiva y no se deja atrapar fácilmente puede que las soluciones encontradas sean vulnerables y desechadas. Si la alteración formal es leve, la historia la ha reconocido como un simple arrepentimiento o pentimenti, un accidente que la pintura ha hecho visible y que nos permite comprobar la rectificación de su autor: una cadera recolocada, un personaje de más, la quinta pierna de un caballo,... Cuando la historia siga explorando y lo haga sobre la pintura del siglo XX y XXI, quedará perpleja e inmovilizada, porque nunca hubo tanto valor en mostrar el fracaso, quizá porque nunca se instaló de un modo tan violento, como en nuestro tiempo, una conciencia de incertidumbre y de ansia por trasformar el mundo. El sentido de la alteración y lo aberrante han pasado a ser protagonistas de la pintura, incluso en su estado mas vacio y silente, diría que incluso en ese mas que en ningún otro.

 

En el caso de Carlos Alcolea, Carlos Franco, Luis Gordillo, etc… su pintura resulta delirante pero de una ambición sin límites, es como si un obsoleto sentido de perfección hubiera quedado desterrado en favor de un “estado de gracia”, donde la creación se manifiesta fluida y aparentemente ligera, proporcionándonos tanto a su autor como al espectador el flujo y la satisfacción por el mero hecho de practicarla o contemplarla. Un lugar donde las intervenciones más prístinas y los más batalladas conviven en una escena sin precedentes. Así sucede también con ciertas composiciones y obras del grupo canadiense The Royal Art Lodge (1998-2008), aquella asociación creativa de Marcel Dzama, Michel Dumontier, Neil Farber y algunos más, donde el estado de certidumbre tan sospechoso como peligroso, no apareció hasta que tuvieron que disolverse.

 

Hay casos en los que la pintura nace muerta, no porque siga patrones consensuados sino porque se instala incorrectamente en ellos. Cualquier tema es susceptible de volver a ser pensado y por tanto pintado en otro estado, de ese optimismo y esa ambición surge el antídoto contra el cinismo imperante. En el cómo se piensa y se disfruta de la pintura reside gran parte de su magia, por eso depende en qué manos caiga, tanto del que la produce como del que la recibe, que el medio parezca obsoleto o totalmente renovado.

 

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No hace mucho recibí la invitación por correo electrónico de una exposición de Alex Katz en La Coruña, la tarjeta de un azul turquesa contenía en el centro el nombre del autor, y montado sobre el propio nombre el título de la muestra: Casi nada. Pocos días después recibí por correo postal la misma tarjeta pero impresa. Mientras subía en el ascensor y miraba de nuevo la invitación, vi en la superficie azul algo que no había apreciado antes. Sobre lo que imaginé era el fragmento de un cuadro había una pequeña mancha con forma de pétalo y de aspecto metalizado, que a modo de espejo recogía distorsionado y en una elipsis, lo que parecía un paisaje circundante fuera de escena. En el tiempo que tardé en subir los cuatro pisos y reconocer nuevamente mi admiración por Alex Katz, comencé a cotejar en la memoria esta tarjeta con la que había visto días antes, y de la que no podía recordar aquel detalle. Apenas con la escasa luz del ascensor y palpándolo con la yema del dedo me di cuenta que aquello más que ser parte de la reproducción, era un arañazo posiblemente causado por la presión del cartero al introducir la tarjeta en el buzón. Cuando entre en casa y encendí el ordenador, busqué la invitación digital entre el correo y pude comprobar que así era. Desde hacia algunas semanas tenía varios cuadros parados, esperando quizá un elemento adecuado. El azar hizo que Alex Katz y el cartero se aliaran para que mi necesidad se viera asistida.

 

La distorsión de un espejo moldeado, cóncavo o convexo, era una de las atracciones estrella en las viejas ferias, el éxito de verse ondulante, achatado o escuálido como un Patapuf y Filifer, era el verse “otro” en tiempo real. Es lógico que esta atracción haya perdido hoy cierto interés por el gran público, quien ha asumido que el estado de desdoblamiento ya no es una anomalía o estado de ficción sino su propia naturaleza, capaz de mantener una presencia activa en diferentes entornos y simultáneamente. Acaso el modelo determinista de Marshall McLuhan se ha cumplido. Pero aun hay quien ríe delante de un espejo deformante, aunque solo sea porque se reconoce, no porque vea al “otro”.

 

En el mundo de la comunicación las noticias también son construcciones subjetivas, actúan como espejos caprichosos de lo que ha sucedido. La comunicación que practican las grandes estructuras mediáticas, poco o nada tiene que ver con la pintura, más allá del querer compartir y el de no querer callar, una insistencia que ambas comparten pero que practican con estrategias y caminos bien distintos. Mientras que una destila o explora en lo más residual de un acontecimiento, dando paso al silencio para tomar conciencia y como atención al otro; para los demás el silencio es la ruina del sistema, por lo que no se detiene en generar ruido sin dejar apenas huecos, se dice que en su ideología no hay lugar para el otro, al que conviene reducir a uno mismo. El silencio resulta fundamental para la comunicación, y se construye desde la palabra de otros y sobre todo aquello que compartimos. La memoria sigue siendo en este sentido un instrumento fundamental desde el que compartir palabras y silencios, en este caso el de una pintura que evoca algo más que imágenes y que desde aquí espejea hacia no sabemos dónde.

 

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No resultaría complicado atribuirle un contenido de origen mediático a este titular. El vecindario se moviliza1, es uno de esos enunciados que ha pasado a ser indeterminado y genérico, quizá por reiterativo (y necesario) o porque ya forma parte del estado de agitación permanente al que induce la propia información. Es la respuesta a la complicada convivencia con una nueva realidad intangible y cimarrona de acontecimientos aberrantes, con protagonistas de todo tipo y pelaje a los que la gran mayoría ni ve ni quiere conocer.

 

El enunciado corresponde ahora a un estado de mayor movilización del entorno, que abarca desde lo doméstico y local a un territorio de formas inestables y en tránsito. Y es que la pintura pertenece a un poder blando, no aspira a la presión ni a ningún modelo coercitivo, practica habitualmente fórmulas escapistas de una realidad ya de por si distorsionada e incompleta; incluso ahora cuando la gran mayoría está convencida de esa evidencia, la realidad y la verdad no dejan de ser sospechosas. El ambiente que nos domina resulta a menudo imperceptible por nuestra propia inmersión en él -decía Marshall McLuhan- como lo es el agua para el pez. Ante esta situación la propuesta es practicar un medio absolutamente distinto como fórmula de distanciamiento y así poder percibir y conocer las características del que realmente nos controla. No es extraño pues que la pintura sea todavía un mecanismo sensato, aunque también ella se vea influida, incluso contaminada, por otras disciplinas de aspiración comunicativa pero sin tener por ello que renunciar a un tiempo y a unos procedimientos técnicos tradicionales. No olvidemos que tanto la pintura, como la literatura, funcionan como una impaciencia del conocimiento, practicando un modelo de navegación frágil a través de lo que todos compartimos, pero en donde destacan momentos cruciales (quizá aquellos donde se plantean buenas preguntas) en los que cada autor encuentra la fuerza para hacer factible lo que tan solo un momento antes era incertidumbre.

 

Los embalses y pantanos recuerdan la aparente calma de un lago natural y sin embargo son escenarios de presión, de una tensión latente. Su sofisticada ingeniería ha hecho de ellos construcciones inquietantes en donde el territorio queda modificado por consentimiento ministerial en un megalómano land art. El control y el aprovechamiento del agua han sido desde hace décadas un empeño, a veces distorsionado, de nuestros gobiernos, y no nos cabe duda que son construcciones civiles que requiere nuestra geografía, pues hasta los ibones más recónditos del Pirineo han sido intervenidos por el hormigón.

 

Navegar en ellos es relativamente sencillo comparado al sinfín de riesgos e imprevistos que tiene hacerlo en mar abierto; tiene además un componente primitivo y bastante rudimentario que hace de las distancias y de la embarcación una travesía singular. Navegar en el pantano de Porma es hacerlo literalmente por una obra de Juan Benet, un embalse con el que no solo transformó la topografía leonesa sino que también fraguó su condición de literato. Quizá sea la única ocasión que el lector tenga para afrontar una singladura benetiana en calma; el resto de su obra son aguas bravas: volcados continuos, choques, esquimotajes y maniobras técnicas. Leer a Benet tiene algo de derrota, un rumbo inquieto e incierto entre rápidos y aguas embalsadas, donde uno no acaba jamás de sacudirse la zozobra, ese estado de ánimo tan natural y contemporáneo por el que el autor sintió tanta curiosidad literaria. La deriva a la que en ocasiones uno puede quedar, provoca situaciones impredecibles y, lejos de abocarse al naufragio en un estado vulnerable y precario, hay que responder a ellas con el acopio inesperado de recursos e intentando mantenerse a flote a toda costa. Quizá no haya razón para este modelo de esfuerzo habiendo otros géneros suyos o literatura más amable, pero no cabe duda de que en el caso de Benet el ejercicio es rentable, en términos de emoción y aventura. Su discurso enreda con un aparataje literario inusual, vinculando al lector con diferentes asuntos: desde geología y tectónica hasta maniobras retóricas y curiosas polisemias; con una sutil ironía y hasta provocación va desmontando el paisaje y enredándote en uno absolutamente nuevo y poco convencional. La realidad se muestra demasiado compleja e imposible como para ser representada bajo una sola estrategia, el realismo en cualquiera de sus dimensiones: documental, costumbrista o de denuncia, se hace insuficiente y demasiado predecible.

 

Otro ingeniero de emociones intangibles, como Rafael Sánchez Ferlosio también nos propone un modelo eficaz de ficción incluso en sus artículos y ensayos, un desmantelamiento de la escena mediante asociaciones imprevisibles. No hay entonces mejor sincronía que una navegación lenta, todas las orillas adoptan de pronto la traza de calas y cobijos, lugares a los que apetece acercarse, detenerse e inspeccionar, para contemplar la realidad tal y como es, a pequeños bocados. Don Rafael es un remero obtuso con el que hay que navegar con ojo. En su compañía el tiempo acaba deteniéndose; su dicha es que palea siempre contra corriente, insistiendo y reculando para tratar de desarmar lo que para la gran mayoría es obvio o pasa inadvertido. Ya no hay nada que sea irrelevante. Durante su discurso suele llevarte a un lugar donde solo quedan residuos de la idea inicial y desde ahí remontar en busca de alguna cima o quizá algún abismo. No es extraño que haya naufragado en algunas ocasiones y plagado de pecios el fondo literario, con maniobras náuticas tan complejas.

 

Pero si los pantanos son construcciones inquietantes, sus estados extremos aun lo son más. La sequía ha dejado a muchos y a la vista el esqueleto de una bestia, capaz de inundar la memoria de varios pueblos; es ahora un escenario de objetos organizados por el azar, esa inevitable condición que como decía el ingeniero: tan presente esta en el bombo de la lotería como en la ley de gravitación universal. El horizonte muestra ahora el hormigón de la presa y sus aliviaderos, inmensos agujeros negros dispuestos a succionar lo establecido como sobrante; hay troncos enlodados, restos de edificaciones y carreteras de pueblos expropiados, depósitos de detergentes domésticos, juguetes rotos, espejos, ruedas y cartones; todo ha tomado un color arcilloso, demasiado homogéneo para ser natural. El attrezzo de este nuevo escenario, de formas monocromas y desflecadas en insólitas agrupaciones parece estar dispuesto por una colaboración arcana entre Giorgio Morandi y Robert Rauschenberg. El viento trae voces de un vecindario movilizado: ociosos transeúntes, senderistas extraviados en la maleza, acaloradas discusiones entre pájaros comunes y hasta el batir espeluznante de un muladar. En alguna de las mesetas que cubría el agua del embalse, hay ahora un improvisado comedero de cuervos y buitres, restos de alguna res atrapada o la ofrenda de un ganadero local, en cualquier caso suficiente carroña y piltrafa para recordarnos que hay vida y fiesta entre un olor acre. Los cuervos jóvenes y menos neofóbicos disfrutan a destajo, el resto vive la emoción: el motor de la acción. Cuando por fin llega la tormenta y el rayo parte la roca en fragmentos de una torpe gráfica ya obsoleta, solo queda esperar como irrumpen las avenidas y desmontan la escena sin miramiento. Todo queda de nuevo a la deriva, el descontento posmoderno busca de nuevo un equilibrio y la aparente calma de un lago natural.

 

 

1 A continuación se recoge el texto integro: “El vecindario se moviliza” con motivo de la exposición individual en la Galería My Name’s Lolita Art de Madrid, en Noviembre de 2012.