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Así se pinta la historia (en Madrid)

 

Título: Así se pinta la historia (en Madrid)

Autor: González García, Ángel

Publicación: Catálogo Exposición Madrid D. F.

 

 

«Es como el hombre que persigue a una liebre por su rastro: cuando atrapa a la liebre, olvida el rastro»

(Wang Bi)

 

Por no hablar de nada, hay quienes hablan ya, con ese calor que reclaman las naderías, de la muerte de la vanguardia, como si tal muerte no fuera, al fin y al cabo, una broma cíclica de la vanguardia misma a costa de su clientela más ingenua e indulgente. ¡Valiente cosa! Que yo sepa, la vanguardia siempre se está muriendo: se muere con Cézanne y con Matisse, con Pollock y con Barnett Newman, con Malevitch y con Picasso. Se muere, sin embargo, de muy distintas muertes, y eso es algo que seguramente merece la pena tener en cuenta cuando uno debe decidir con quién correrá su propia suerte.

 

Los argumentos para decretar la muerte de la vanguardia son, por lo general, simples excusas, como lo fueron también aquellos otros, más lacónicos que hegelianos, que decretaban la del arte; excusas descaradas para vender retales vanguardistas o novedades eclécticas de dudoso gusto. En ambos casos se trata de oportunos despistes o, incluso, de operaciones de camuflaje en la memoria histórica de la modernidad. Peinándose la amnesia con raya en medio, cierto crítico de arte valenciano, secuaz a lo semiótico de un realismo social maquillado, habla ahora de neovanguardias1 para despacharse por las bravas a quienes pretenden conservar una memoria más exacta del proceso de intoxicación ideológica que a partir de 1920 desencadenó la facción gaseosa de la vanguardia y, de este modo, conservar la capacidad de discernir todavía entre «vapores ideológicos» y «cuerpos sólidos», que decía Osip Brik. Y es que, por más que se declare la oportunidad de la «ruptura de las vanguardias clásicas», el uso peyorativo del prefijo «neo» no me parece tanto una arbitrariedad semántica, como un auténtico «lapsus calami»; el desliz que revela la secreta convicción de que la vanguardia está ya, felizmente, muerta, y bien muerta, para que así pueda vivir, ¿bajo su disfraz?, lo que en ella había de más deleznable. Deleznable, esto es: que se desliza y resbala por los flancos sombríos de la vanguardia hasta allí donde ella misma confunde su realización con su autosupresión.

 

La pulsión suicida de la vanguardia, jaleada por unos y por otros, encuentra venenos para todos los gustos. El eclecticismo es, sin duda, el más inocuo y puede, incluso, llegar a ser estimulante, si se toma, precisamente, como antídoto contra ciertas vanguardias letales, como aquellas que auguraban en 1970 la muerte de la pintura, por ejemplo. El eco de los argumentos de Charles Jencks a favor de un eclecticismo pos-moderno en arquitectura ha llegado a las artes plásticas entreverado de la crisis, no sólo ideología desde luego, del arte conceptual, pero esos argumentos no resultan aquí muy pertinentes. Se puede reconocer, eso sí, entre el terrorismo «racionalista» del movimiento moderno y aquel otro, su compañero de viaje en tantas ocasiones, que reclamaba a voces el tránsito «del caballete a la máquina», un irremediable compadreo, que lo es, a su vez, con la escatología progresista que Malevitch remitió irónicamente al «imperativo ilusorio de civilizar todo cuanto nos rodea». Lo más gracioso del caso es que la política habitual de nuestros eclécticos más conspicuos viene a ser también, a su modo y a su pesar, una nueva versión de aquel vanguardismo catastrófico; el reflejo condicionado de la muerte por asfixia: evocar en un instante y simultáneamente «todos los estilos y todas las fórmulas que en el mundo han sido»2.

 

El fantasma del eclecticismo recorre el arte moderno desde sus orígenes y en él arraiga con una fuerza que no ha sido ni será fácil contrarrestar, porque se alimenta de aquello que lo funda: la autoconcienciahistórica de «todos los estilos y todas las fórmulas». No creo, sin embargo, que tal recurrencia —del «pastiche» o de una apasionada antropofagia— sea hoy más relevante de lo que fue en 1910 o en 1940, ni creo tampoco que la boga de Matisse o Bonnard (¿o Vallotton?) aquí, en España, deba interpretarse como otra cosa que una recapitulación inteligente y afilada sobre lo que ha sido el arte moderno, aunque parezca quizá, por falta de costumbre, una epifanía escandalosa. Lo parece y lo es. A juzgar por lo que uno puede leer en la colección de «documentos y testimonios» sobre el arte español de postguerra reunida por Aguilera Cerní, se diría que la vanguardia apareció entre nosotros como por ensalmo, soltera y vegetariana. Llega incluso a insinuarse allí una resistencia, avergonzada y espesa, a hablar de arte, y concretamente de arte moderno, que sólo cabe explicar benévolamente por un prurito extravagante y provinciano de originalidad. (Cuando el maledicente D’Ors pronunció ese lugar común de que en arte «todo lo que no es tradición es plagio», sabía muy bien dónde lo decía).

 

¿Quién cometió la torpeza de lamentar la frágil consistencia de nuestra vanguardia? Si por vanguardia se entiende, como se entiende, una aspiración desesperada a la orfandad y una bobalicona fascinación por lo nuevo, nadie podrá negar que en España hay tantos vanguardistas como en Brasil.

 

Leyendo los «documentos y testimonios» correspondientes al arte americano de estos últimos cuarenta años, causa asombro, por el contrario, la frecuencia y la franqueza con que un Greenberg, por ejemplo, pero también un Michael Fried, se permiten pensar el arte moderno a la sombra de sus episodios más fuertes —que son casi siempre los más obvios y a veces los más difíciles—, mano a mano con los artistas de su generación. La prosperidad avasalladora del arte americano, tan sólo discutida por dos o tres majaderos, es, en consecuencia, el índice de su autoconciencia histórica de la modernidad, brazo armado de esa sangre fría de que hizo gala para arrancar a Masson de Bretón y a Hofmann de la Bauhaus; para apropiarse de su pintura sin el agobio de la morralla ideológica que la sepultaba. Entre tanto, Europa se embriaga de manifiestos cabezones y dormía luego la mona entre pesadillas pintadas. Tom Wolfe se equivocó de continente, no cabe duda. «Puede decirse —con Greenberg precisamente— que, hacia 1940, la Calle Octava se había puesto a la misma altura que París, cuando París no estaba a la altura de sí mismo, y que un puñado de los entonces obscuros pintores neoyorquinos estaba en posesión de la cultura pictórica más madura del momento»3.

 

Más pendiente de París que de Nueva York, Madrid —pongamos por caso— sufrió durante los años sesenta una agitación constante, pero prácticamente inane, que la arrastró del realismo al arte normativo, en un desesperado intento por clausurar al informalismo y resolver la obsesión dominante en la década: «la comunicación directa con la mayoría», en palabras del «Equipo 57». Durante aquellos años de moralina sociológica, apurada por tantos artistas con la resignación de quien se purga con aceite de ricino, nadie, o nadie al menos que yo recuerde, ni siquiera Cirlot, que en 1965 andaba todavía comparando a Tobey con Fontana, supo reconocer en el destino de nuestra vanguardia la repetición inconsciente y sainetesca de la propia historia de la Vanguardia. Quizás por eso, el informalismo, que vagamente encarnaba el impulso liberador de la vanguardia heroica, sucumbió a manos de sus críticos, como había sucumbido ya, eventualmente y con todos los honores fúnebres, el arte de los precursores ante el vendaval purificador de dadaistas y constructivistas. Acusados de «subjetivos» (!) y «egocéntricos» (!!), los informalistas hubieron de mantenerse al abrigo de sus éxitos internacionales, resignarse a una mención piadosa o verse parachutados como «realistas» excéntricos, mientras Arnau Puig, un antiguo integrante de «Dau al Set», firmaba esta descomunal paradoja: «L’artista no vol ser un solitari»4.

 

¿Qué demonios habrá de ser entonces?

 

Un rebelde disciplinado, según la cauta fórmula con que en 1969 Juan Antonio Aguirre quiso remontar los conflictos morales entre la generación de 1950 y la de 1960, trazando el horizonte de una «Nueva Generación» donde la disciplina gozó, sin embargo, de mayor ascendencia que la rebeldía; una disciplina, bien es cierto, más formal que ideológica. «Nueva Generación» agrupó, en efecto, a un número abrumador de «normativos», quedando frente a ellos en franca minoría tanto el propio Aguirre como Luis Gordillo; pero en realidad, los límites del grupo sobrepasaban los de las exposiciones que celebró en 1967. En su libro sobre el Arte Ultimo (La Nueva Generación en la escena española5 Aguirre incluyó dentro de esa otra denominación, más genérica y testimonial, nombres nuevos, sin otra pretensión que afirmar apasionadamente sus afinidades y sus gustos. Libre de la manía, tan extendida por aquellos años, de disimular esas afinidades y esos gustos bajo el simulacro «teórico» de una tendencia, poniendo siempre en juego su capacidad de ver y juzgar, y equivocándose así para acertar, J. A. Aguirre anuncia y sostiene críticamente la dispersión ecléctica de los setenta, animado entonces todavía por el sueño de reconciliar la «pluralidad de tendencias» vigente.

 

Los setenta se prometían más felices de lo que luego resultaron ser. Pero no porque la «síntesis» anunciada por Aguirre en 1969 se revelara imposible —que ensayos hubo para realizarla—, sino porque la aparición de nuevos ingredientes y, sobre todo, de una nueva estrategia ética en la producción de arte (producción de sentido se decía) devaluaron por completo un proyecto enfermo de vanguardismo romántico. Si de él pudo contagiarse Aguirre, queda en pie, sin embargo, algo que sólo se atreve a regatearle algún sectario resentido: su excelente olfato crítico. Aguirre acertó de pleno con Luis Gordillo y parece también haber acertado con Carlos Alcolea, Santiago Serrano, Miguel Ángel Campano o Guillermo Pérez Villalta: «Hablábamos de pintura, llenos de color, de Friedrich, Newman, Rothko y Tintoretto. En seguida llegarían los «Encuentros» de Pamplona y unos años más tarde el «Support-Surface». Pero estaba claro que había otra calle, por donde íbamos a seguir andando a la manera antigua Guillermo Pérez Villalta, Rafael Pérez Mínguez, Carlos Franco, Carlos Alcolea y alguno más. Cuando recuerdo aquella conversación madrileña, y hago un balance de otras distintas actividades en nuestro panorama, tengo la ilusión de iniciar el despegue, de reducir a un mínimo el trayecto, y descender con parsimonia nuestro tren de aterrizaje sobre una deseada Decada Multicolor, la de los 80»6.

 

Ahora sí; ahora, al fin, la fatal avidez del ojo, su glotonería, se ejercerá sin culpa y hasta con arrojo. Arrojo aprendido con astucia y elegancia, desvergonzadamente, de ese escapar abrasando del diván del psicoanalista, del efecto hipnótico de un «plotter», de Hockney y de Mitchell, de Duchamp y de Pleynet. Si diez años de soñar y despertar, delirando sin descanso por un instante de lucidez, se han cobrado, como era inevitable, su tributo de fracasos y deserciones, la década que viene aun habrá de ser más cruel para quienes han sobrevivido y gozan ahora de esta tregua fugaz de 1980. «Partida ganada, partida perdida», se dice en ajedrez: la «Década Multicolor» ya va de veras.

 

Va y viene; o se extiende en círculos secantes, rotos y doblados. Superficie resbaladiza donde más vale, por ahora, hacerse el muerto que hacer pie. Tendidos allí, es su tensión sin sobresaltos el único vínculo que encuentro merecido y razonable entre estos doce artistas confederados, tan dispares, por otra parte, que sólo su mutua amistad cómplice y la complicidad amistosa de algunos críticos y aficionados nos dispensa aquí de legalizar una reunión casi azarosa. Esto es, en definitiva, un complot; la conjura de unos pocos para sortear los escombros teóricos que los setenta amontonaron febrilmente en su última recta, los señuelos de un eclecticismo exengüe, las disyuntivas grotescas entre figuración y abstracción, las verdades como puños, la intransigencia de los enemigos y la funesta benevolencia de los amigos. Esta última, sobre todo, amenaza directamente al corazón del nuevo arte madrileño, urdiendo una red pegajosa donde agitan ya sus patitas de moscas sabiendas las alegres comadres del placer de la pintura, los neomodernos de bisutería o los «esquizos» arrevistados.

 

¿Placer de la pintura, dice usted? He aquí una de esas verdades ascéticas de que hablaba Nietzsche, harto más insoportables que las mentiras piadosas. «Estoy —escribía Miguel Ángel en sus últimos años— como el tuétano en el hueso, aprisionado, pobre, solitario; aguardiente embotellado». Tensión de la embriaguez bajo el corcho; despistada tal vez, pero no desfallecida. Tensión excitada y por eso, dolorida. Una suerte de aparejo para alcanzar cierta tranquilidad o beatitud, a lo sumo: «He pasado —le escribe Matisse a Louis Aragón en 1942— una noche tranquila, pero no creo que esté dispuesto todavía para la gran aventura; estas sesiones de reanudación son como hacer cabotaje. Espero llegar a perder pie y entonces ya sólo podré guiarme por lo desconocido»7. Quede, pues, el placer de la pintura para los que buscan en ella contento y pasatiempo, sus sinónimos.

 

Ignoro si es atinado «guiarse por lo desconocido», pero no lo será, sin duda, menos que dejarse mesmerizar por la especificidad de la pintura, otra más de las verdades ascéticas que hicieron furor a fines de la pasada década, sumiendo en un estado de catatonía teórica al ala radical de la abstracción. El desenlace fue en este caso más afortunado que en el del Sr. Valdemar: la pintura siguió respirando sin el arbitrio de pases magnéticos y los de Trama acotaron estas palabras de Tapies: «Atrevernos a hablar de los que nos han mostrado el camino»8; de lo desconocido, me atrevo a suponer.

 

Atreverse a hablar de pintura. Atreverse a pintar. Ahí están, al fin, de acuerdo todos los que pintan y también los que hacen como que no pintan: Juan Navarro Baldeweg, por ejemplo, o Eva Lootz, cuando habla de «acción-rodeo». Andar dándole vueltas a la pintura, incluso para no pintar; para que pinten otros. La insólita congruencia entre pinturas y piezas en la obra de Navarro Baldeweg o la resolución con que uno de estos pintores puede echarle el guante a una pieza de Schlosser para hacerla cantar me llevan a sospechar que la omnipresencia de la pintura en el escenario moderno no obedece a un empeño caprichoso o voluntarista, sino a la premeditación más despiadada; y desengañada. Se pinta por consunción, virtual o actual, de sus prolegómenos; por un derrape irresistible hacia la pintura, que arrastra, con él y para ella, la memoria de su aprendizaje.

 

Existen hoy pintores en Madrid D. F. que han aprendido a pintar de puro ir sabiendo por qué y para qué se han decidido a pintar, cuando todo en estos años les dispensaba de no hacerlo sin verse por ello despojados de la condición de pintor. Ese bronco designio es la única razón que encuentro para mi intransigente esperanza en la fortuna de la pintura.

 

«Esta es la historia de una continua maquinación», titulaba Francisco Rivas el catálogo de la última exposición de Manolo Quejido en Madrid (Buades, 1979). ¿Quién hubiera dicho en 1974 que lo que Quejido maquinaba a través de vericuetos tan arcanos como los del Jueves de Chesterton era, simple–mente, pintar? Y sin embargo, el «putsch» de Rafael Pérez Mínguez o la cortés lucidez de Carlos Alcolea debieron habernos puesto sobre la pista. Por debajo de una modernidad irónica o desquiciada; en los sótanos mismos del «atrio» soleado en que Pérez Villalta la congregó para su retrato colectivo de 1975, estaba ya prendiendo la mecha rápida de la explosión de 1980. Sólo cuatro años para propagarse y estallar ante las narices de la crítica y del público, sorprendidos, perplejos y hasta enfurecidos, como de inmediato se demostró. Con motivo de la exposición «1980» (Madrid, Galería Juana Mordo, 1979) alguien difundió una réplica del catálogo, que habíamos firmado Juan Manuel Bonet, Francisco Rivas y yo mismo, con esta candorosa pregunta: «¿Qué es lo nuevo?» Pues nada, claro está. Nada, al menos, que no se hubiera podido reconocer con cierta holgura en el «Dasein» (1975) de Alcolea, en el «Interior madrileño» (1978) de Pérez Villalta, en la serie «Sitio» (1978) de Manolo Quejido, en lo que Santiago Serrano, Albacete o Campano venían cociendo de un modo casi clandestino, en las sucesivas exposiciones de Juan Navarro Baldeweg, Juan Antonio Aguirre y los restantes artistas de esta exposición federal.

 

Gentes hay tan sometidas al imperio fantasmal del mercado, cuyas «tenebrosas operaciones» dicen de-testar, que son incapaces de vivir sin su dosis periódica de novedades prefabricadas y ocurrencias frescas. Son esas mismas gentes que te guiñan un ojo cuando se habla de Frank Stella («un invento de las galerías americanas», dicen, ¡pero qué invento!), mientras apuestan fuerte a cualquiera de las martingalas de la vanguardia futurista. «Not innovation, but originality, individual ity and synthesis are the marks of quality in art today, as they have always been»8. No le queda a uno otro remedio en estos casos que echar mano de una observación tan trivial, pero lo cierto es que, allí donde no ha existido una tradición de lo nuevo, por razones que aquí está de sobra reseñar, su prestigio se torna desmesurado y cae en trance hipostático, aunque no seré yo quien corra el riesgo de negar que algo así puede ocurrir también con el flujo y reflujo de Bonnard o Diebenkorn. Muy por el contrario; con la necesaria salvedad de que ni Bonnard ni Diebenkorn son Vostell o Le Pare.

 

He dicho Bonnard y Diebenkorn al vuelo, porque el mapa de corrientes que cortan y recortan esta pintura es más enredoso de lo que algunos de sus adversarios parecen capaces de reconocer. Alcanza v devora todo cuanto conviene a sus propósitos de ser pintura, sin discriminaciones de escuela o estilo. Avidez ubicua, como en las «PF» y «PI» de Manolo Quejido, que nada tiene de ecléctica, pues corre su suerte donde encuentra mayor resistencia, descartando el cálculo oportunista de tomar de cada escuela y estilo sus estereotipos de prestigio. Pintura sin historia: «Si ahora a lo que ya se ha pintado se lo recluye delante de nosotros, es por un revés histórico. Porque la historia es una máquina de interpretaciones situadas frente a la pintura o modo de colirio depositado gota a gota en el ojo. Cuerpo extraño, humor añadido que empaña el espacio lleno entre córnea y párpado. Producción de contracuerpos y defensas. Historia-medicina. Curar la pintura, curarla del ojo: es el ojo lo que se restaura por atrás»10.

 

Nada de vapores de trementina, como decía Duchamp; nada de fosfenos. Agua («libre de gérmenes y malos olores»11) y oculismo de precisión. A falta de ideología, una tecnología exhaustiva que sabe cómo hacer resonar de nuevo «pistas plásticas conformadas bajo la influencia de anteriores circunstancias»12.

 

Yo también hubiera querido aquí seguirle el rastro a la novísima generación confederada, recorrer sus devaneos y narrar sus nudos, pero debo conformarme con levantar la pieza y verla alzar el vuelo ante los propios ojos asombrados. «Et je vous laisse maintenant avec quelqu’un qui vient et prononce, cen’est pas moi: ‘Je m’intéresse á l’idiome en peinture’»13.

 

 

1 Tomás Llorens, «1980. El espejo de Petronio», en Batik. n.° 52, 1979. págs. 6–8.

2 Mario Praz, La casa della fama, Ed. R. Ricciardi, Milán-Nápoles, 1952, pág. 39.

3 En Arte y Cultura, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 1979, pág. 212.

4 En el Catálogo de la exposición de «Estampa Popular» en Gerona, 1957.

5 Ed. Julio Cerezo Estévez, Madrid, 1969.

6 En el Catálogo de la exposición de Carlos Alcolea en el Museo Español de Arte Contemporáneo, Madrid, 1980.

7 En Sobre Arte, Barral Editores, Barcelona, 1978, pág. 120.

8 Citado por Javier Rubio en su prólogo a L’enseignement de la peinture de Pleynet, Trama,, n.° 1-2, 1979, pág. 31. La cita procede de La práctica del arte, Ed. Ariel, Barcelona, 1971, pág. 58.

9 Barbara Rose, American Painting: the Eighties. A mural in-terpretation, 1979, s. p.

10 Carlos Alcolea, Aprender a nadar. Libros de la Ventura, Madrid, 1980, pág. 50.

11 Guillermo Pérez Villalta en el Catálogo de su exposición en la Galería Vandrés de Madrid, 1979.

12 Juan Navarro Baldeweg, en Humo, n.º 1, Madrid, 1977, pág. 34.

13 Jacques Derrida. La vérite en peinture, Ed. Flarninarion, París, 1979, pág. 6.

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